CANCIONES Y MUROS QUE NACEN DEL DESPECHO

El despecho es un sentimiento poderoso, hay que reconocerlo

Leía, por azar, en Twitter (hoy, X) algunos comentarios sobre la canción de Shakira “El Jefe” que criticaban que no pudiera “superar” su ruptura con Gerard Piqué.
No voy a entrar en el tema, pero me recordó la leyenda que ronda al edificio Kavanagh en Buenos Aires que escribí hace algunos años para la hoy extinta revista Contenido.
Hay mujeres que facturan y otras levantan edificios. El despecho es un sentimiento poderoso, hay que reconocerlo. Dejemos que el edificio Kavanagh nos cuente su historia:
Muros que nacen del despacho
“Me parecen bien todos los detalles. Pero lo más importante, –¿me entiende arquitecto?–, es lo que hablamos de la Basílica del Santísimo Sacramento. Debe ser imposible verla desde el Palacio Anchorena. ¿Está claro arquitecto?”. Con estas palabras de la señora Kabanagh a los encargados de mi construcción, se definió mi existencia.
Algunos muros nacen a causa del amor, fe, o afán comercial. Mis muros son fruto del despecho. Nací para cumplir una venganza. Pocos edificios pueden decir que sus cimientos son de odio. Sin embargo, yo, que hasta 1954 fui el rascacielos más alto de Sudamérica, puedo ufanarme de ello. Soy la prueba viviente de una venganza.
Mi historia comenzó con un enamoramiento o más bien, con el fin del mismo. Corina Kavanagh, mujer de una belleza excepcional, cautivó a principios del siglo XX a la sociedad porteña y a  Aaron Félix Anchorena, miembro de una de las más prominentes familias de la época.
Eran la pareja ideal. Sin embargo, Cupido, al lanzar sus flechas no tuvo en cuenta el agrio carácter de Mercedes, la madre de Aaron, quien no veía con buenos ojos la relación. A pesar de su belleza e inmensa fortuna, Doña Mercedes pensaba que la sangre de Corina no era suficientemente azul para casarse con su hijo y se opuso a la relación.
Lejos de luchar por su amada, Aaron cumplió los deseos de su madre. ¿Se imaginan el dolor que causó a Corina? Bueno, pues basta con mirarme. Un dolor tan grande como para construir un rascacielos.
Doña Mercedes era muy devota y se enorgullecía de haber construido la Basílica del Santísimo Sacramento cerca de la Plaza San Martín. Suspiraba con orgullo siempre la mencionaban. Ahí descansaría su alma, ya que, además, era la cripta familiar. Antes de morir, Mercedes encomendó a su hijo comprar el terreno frente a la Basílica y construir un nuevo palacete, para que los Anchorena estuviesen más cerca de ella.
Si cupido no contó con Doña Mercedes antes de lanzar sus flechas; Doña Mercedes no contó los deseos de venganza de Corina. En cuanto se enteró de la última voluntad de la que hubiera sido su suegra, vendió tres de sus fincas y compró el terreno donde hoy me encuentro.
Poco después, Corina contrató a los arquitectos: Gregorio Sánchez, Ernesto Lagos y Luis de la Torre para que me diseñaran y construyeran. Me dotaron con una sólida estructura de concreto armado, treinta y tres pisos y azotea. No sólo eso. Tengo trece elevadores, cinco entradas independientes y cinco escaleras. Mi físico es inmejorable. Tanto así que en 1999 fui declarado por la UNESCO Patrimonio Mundial de la Arquitectura de la Modernidad.
Me inauguraron el 3 de enero de 1936. No sólo me hicieron alto y hermoso, sino que contaba con todas las comodidades existentes de la época: aire acondicionado y sistema telefónico central, talleres de lavado y planchado, cámaras heladas para guardar los abrigos de piel.
Si era moderno, yo tenía. Como marcaban las tendencias de la época, me hicieron estilo Art Decó, con líneas elegantes y sobrias, que no pasan de moda. Dos volúmenes al frente y desniveles, me dan un cierto parecido con el Edificio Chrysler en Nueva York.
Me miraban y me admiraban. Tanto así que antes de festejar un año de vida, me dieron el Premio Municipal de Casa Colectiva y de Fachada. El primero de muchos reconocimientos arquitectónicos que he recibido. Con el paso de los años, no he perdido atractivo. Si bien hace tiempo que no soy el más rascacielos más alto de Sudamerica, sigo siendo único.
Corina  se reservó el piso 14. Desde mis balcones, tenía una de las mejores vistas de la ciudad. Pero no era lo que ella podía ver lo que le daba alegría, no. Era lo que otros no verían jamás lo que la emocionaba. Esa era su venganza. Mis 120 metros de alto impiden que la Basílica del Santísimo Sepulcro pueda admirarse desde el palacete de Mercedes.
Hasta el día de hoy, la única forma que se puede ver de frente la Basílica es desde un pasaje estrecho, que abrieron poco después de mi inauguración. El pasaje, desde luego, se llama Corina Kavanagh. Nadie, y mucho menos los Anchorena, pueden admirar la Basílica sin ella. ¿Querían saber qué tan grande podía ser el despecho de una mujer? Aquí me tienen, toneladas de acero y concreto a sus órdenes.
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