En plena crisis, todos son enemigos

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El Presidente está alterado. La semana pasada se peleó y descalificó a los empresarios, a los medios, primero a los nacionales, después a los internacionales, con los periodistas, se peleó con Twitter y Facebook (y cuando le contestaron y le demostraron que no tenía razón, dijo que no se enteró de esa respuesta porque “no habla inglés”), ignoró los llamados de apoyo de los gobernadores ante la pandemia y sigue sin reunirse con el Congreso.

En medio de la pandemia revivió un muerto del 2011, el fallido operativo Rápido y Furioso, como si fuera un misterio sin dilucidar, ignorando que el tema llevó, incluso, al entonces procurador de los Estados Unidos, Eric Holder, a declarar ante tribunales. Un distractor de segunda categoría por el que pide, nada más y nada menos, una disculpa de la Casa Blanca.

Son demasiados errores, enojos, insultos lanzados sin matices y casi contra todos. En medio de este alud de declaraciones —que lo que tienen en común es que ocultan el verdadero debate sobre la crisis sanitaria, económica y de seguridad subyacente—, el 8 de mayo se publicó un decreto que oficializa la participación de las fuerzas armadas en la seguridad pública e interior, una tarea en la que no estarán subordinadas a la Secretaría de Seguridad, con la que, dice el decreto, se coordinarán para cumplir esas funciones, al igual que con la Guardia Nacional.

En los hechos, lo que veremos es que, una vez más, la seguridad quedará en manos de la única instancia preparada para asumirla: las fuerzas armadas, ocupadas hoy, lo mismo que la Guardia Nacional, en innumerables actividades ajenas a su función, desde construir aeropuertos hasta sucursales bancarias.

La publicación de este decreto es una demostración más de que la seguridad está fuera de control y de que la estrategia planteada es simplemente un fracaso: las cifras de asesinatos lo confirman un día sí y el otro también.

El problema es que no hay un reconocimiento oficial de sus errores, ni siquiera de sus declaraciones fallidas y altaneras. Ayer el Presidente se disculpó con los médicos a su manera, diciendo que se “tergiversó” su declaración, y acto seguido ratificó lo mismo que había dicho sobre el mercantilismo de médicos y hospitales privados, los mismos que le han dado oxígeno, en plena pandemia, a un sistema de salud pública que, evidentemente, no estaba preparado para la actual emergencia sanitaria.

El fin de semana, en otra declaración incomprensible, festinó que el Producto Interno Bruto (el mismo que hace unos días decía que debe ser reemplazado por algo así como el producto espiritual) caerá un 6.6 por ciento, según la Secretaría de Hacienda. El Presidente aseguró que muchos conservadores decían que “íbamos a caer más” y se congratuló de que la caída no fuera mayor. Lo cierto es que una caída del 6.6 por ciento es brutal, significa millones de puestos de trabajo perdidos, miles de empresas quebradas: no hay nada que celebrar, más aún porque todos los analistas independientes estiman que la caída económica en este 2020 puede ser mucho mayor. Por lo pronto, superará la de la crisis de 2009.

Para reabrir la economía no existe aún un plan definido. Pero las presiones para hacerlo no pueden soslayarse. En los próximos días se abrirá la actividad económica sin tener un diagnóstico preciso de en qué situación estamos en torno a la expansión o control de la pandemia. Ésa es la causa central de los reportajes internacionales sobre lo que está ocurriendo en México: temen que, sin control de este lado de la frontera, la enfermedad vuelva a crecer al norte de la misma, cuando se reabra la economía.

El embajador Christopher Landau cuestionó, en una conferencia el viernes pasado, la lista de actividades esenciales emitida por la Secretaría de Salud al declarar la emergencia nacional sanitaria. “A finales de marzo, la Secretaría de Salud salió con una lista muy estrecha de las industrias esenciales”. En Estados Unidos, explicó, se emitieron guías que eran mucho más extensas en cuanto a las industrias esenciales que la lista de México.

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Desde el principio, agregó el embajador, estaba preocupado de que no hubiera un mecanismo en México que coordinara con Estados Unidos cómo lidiar con esas cadenas de suministro y en la definición de industrias esenciales.

Por eso, según Landau, las empresas estadunidenses se quejan de que pueden trabajar en Estados Unidos, pero no abrir o conseguir suministros de México. Y llamó a reconsiderar la situación, abriendo las mismas cadenas de producción que en la Unión Americana. No dejó pasar la oportunidad para recordar que es importante que México dé la bienvenida a la inversión extranjera, particularmente en el sector energético.

Tiene toda la razón y dice lo mismo, le preocupa lo mismo que a muchos medios internacionales, pero una cosa es segura: López Obrador no se peleará con el representante de la Casa Blanca.