Un cuarto de siglo

El día de hoy, por la noche, se cumplirán 25 años del error de diciembre. Con esta frase se han descrito varios eventos diferentes ocurridos en los días 19 y 20 de diciembre de 1994. Por un lado, una reunión nocturna en la que se buscó generar consenso para abandonar la política cambiaria que había tenido México desde el Pacto de Solidaridad Económica, siete años antes. Por otro, el anuncio del día 20 de diciembre por la mañana, haciendo realidad esa modificación en el manejo del tipo de cambio. Desde la perspectiva de Salinas, el error consistió en “quitar los alfileres” con los que se sostenía el equilibrio financiero nacional.

La crisis que resultó de ese “error de diciembre” fue la última que provocamos nosotros mismos por un buen tiempo. Previa a ella, tuvimos otras dos originadas en nuestras decisiones: en 1976 y 1982. Ambas resultaron de excesos de deuda pública. La de 1982 fue mucho más seria y se debió a la contratación acelerada de deuda en los últimos años de la década de los setenta, aprovechando el exceso de capital en bancos internacionales. Esa deuda se hizo impagable cuando la Reserva Federal de Estados Unidos decidió elevar su tasa de interés para enfrentar las presiones inflacionarias que habían crecido continuamente durante 15 años. El alza fue durísima, y las tasas preferentes llegaron a 22% anual. Eso multiplicó el costo del servicio, al mismo tiempo que los ingresos por exportación de petróleo, que era casi lo único que teníamos entonces, dejaron de crecer.

Como referencia, producíamos entonces dos millones de barriles diarios de petróleo, que se vendían a 40 dólares cada uno, mientras la deuda ascendía a 60% del PIB. Son datos curiosamente cercanos a los actuales, con la excepción importantísima de la tasa de interés, que fue lo que nos metió en la crisis.

En 1994, la deuda era privada, más que pública, pero para sostener la dinámica del mercado financiero el gobierno había emitido deuda en pesos, indexada a dólares, los Tesobonos. Eso fue lo que no se pudo cubrir, y provocó la decisión del gobierno de Zedillo, desde entonces calificada como error, aunque no tenía muchas alternativas.

La situación actual es muy diferente, afortunadamente. No tenemos un exceso de deuda pública o privada, de forma que las malas decisiones del gobierno actual sólo han provocado estancamiento. Sin embargo, sí tenemos algunos elementos que pueden convertirse en dolores de cabeza muy pronto. El primero es Pemex, cuya deuda sí es seria, contra sus activos o ingresos. Por eso prácticamente ha perdido el grado de inversión.

El segundo son las mismas finanzas públicas, que tenían poco margen de maniobra desde el gobierno pasado, y en éste lo han perdido. El presupuesto 2020 es suicida, pero todavía podría modificarse, de forma que aún no ha sido considerado en toda su magnitud por calificadoras e inversionistas. Para ellos, el renglón final es el importante, y hasta hoy se sigue cumpliendo. No les importa a esos observadores si para lograrlo se queman el Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios, destruyen las capacidades de la administración pública, o venden el avión presidencial. Cuando ese renglón de cierre empiece a verse negativo, se irán.

Hay otro riesgo que vale la pena mencionar, aunque no apunta hacia una crisis financiera: la deriva a la irrelevancia. En los últimos 25 años, México había hecho grandes esfuerzos para dejar de ser un país latinoamericano más: construimos la economía más compleja del subcontinente, nos convertimos en uno de los países más importantes en la industria automotriz, incursionamos en aeroespacial, energía y mucho más.

El giro de este año no desaparece lo construido, pero sí impide continuarlo. Si no hay crisis en 2020, entonces nuestro futuro será la irrelevancia.