RÉQUIEM POR UNA EDITORAL

Durante casi doce años escribí una columna titulada “Si los muros hablaran” primero se publicó en la revista Actual y tras su desaparición, en la Revista Contenido. Es una columna que siempre disfruté escribir y me hecho aprender de personas y edificios únicos.

El mes pasado me avisaron del cierre de la editorial y la consecuente cancelación de mi columna.  Fue un golpe duro. Primero porque siempre me sentí orgullosa de formar parte del equipo de la editorial y también pega la parte económica.

Guardo grandes recuerdos de las personas con las que trabajé en Contenido y siempre los llevaré en mi memoria. Alberto Cirigo, Elba Albor Amador, Fer Díaz Vidaurri, Pedro Baca, Alejandrina Aguirre Arvizu, Esther Masri, Jimena Cárdenas, Lucero Fernández: sepan que para mi fue un honor haber trabajado junto a ustedes y espero que la vida nos vuelva a juntar.

Comparto lo que hubiera sido mi columna del mes de marzo, sobre un lugar con una historia fascinante, no solo por su arquitectura, sino por los hombres que hicieron posible su existencia.

 

SI LOS MUROS HABLARAN

Museo Franz Mayer

Con cuatrocientos años de vida, mis muros tienen varias historias que contar. Han sido guardianes de trigo, albergue para desamparados, hospital para prostitutas y hoy, resguardan la colección de un mexicano con sangre alemana. Mis muros, sin duda son hermosos, pero más lo son las historias que los hicieron posibles.

Me construyeron a mediados del siglo XVI, para asuntos administrativos, como es el peso de la harina. Por eso me llamaban “La Casa del Peso de la Harina”, nombre no muy original, hay que reconocerlo. Mis muros guardaban el preciado alimento para los españoles.

Tras el azote de la pandemia del cocoliztli que asoló a la Ciudad de México en 1576, y que afectó principalmente a la población negra e indígena del país; en 1582 Don Pedro López, solicitó al cabildo un permiso para instalar su hospital en el predio donde me encontraba a un costado de la parroquia de la Santa Veracruz.

Don Pedro era, sin duda alguna, un buen hombre. Originario de villa de Dueñas, en Palencia, acudió a la Nueva España tras el llamado desesperado de su hermana Francisca, que había quedado viuda. No eran tiempos para dejar a las mujeres solas, así que acudió pronto a su rescate y se quedó en estos lares.

Médico de profesión, convalidó sus estudios en la Real Universidad de México en 1553, siendo el primer graduado en el país. Viendo las necesidades de la población, Don Pedro fundó primero Hospital de San Lázaro para los leprosos (ubicado en donde hoy se encuentra la Cámara de Diputados) y poco después, decidió poner en marcha un nuevo proyecto asistencial para los más desamparados, que como manifiesta Don Pedro en sus testamento, en ningún hospital querían curar.

Es decir la población indígena, negra y mulata del país. Así con la bendición del obispo de Guadalajara, fray Domingo de Arzola abrí mis puertas como el Hospital de Desamparados, tampoco un nombre muy original, pero me sentía útil y valioso.

Don Pedro y su mujer formaron una cofradía para velar los las necesidades de mis muros y los que dentro de ellos se encontraban. Tras su muerte, pasé a manos de su hijo, José. Cuando las dificultades para mantenerme en funcionamiento lo rebasaron 1599, se vio obligado a cederme al Rey Felipe III.

En 1604, las autoridades virreinales me entregaron a la orden hospitalaria de de San Juan de Dios, que recién llegaba a La Nueva España. Fueron los “juaninos” los que me dieron el aspecto arquitectónico de tipo hospitalario conventual. Gracias a ellos, tengo mi hermoso claustro y el patio.

Me nombraron Hospital de San Juan, como su santo patrón, (tampoco un nombre muy original) y gracias a la ayuda  económica de don Francisco Sáenz, lograron levantar no solo un hospital sino un recinto mayor con una iglesia –en lugar de la primitiva ermita–, inaugurada en 1734, y una casa conventual.

Todo marchaba bien hasta que en 1766 un incendio casi acaba conmigo. Fue el tesón de los juaninos que logró que mis muros recobraran su esplendor de entre las cenizas. Ese mismo tesón de los buenos frailes, salvó a mis muros del deterioro, cuando fueron sacudidos por un temblor en 1800.

Cuando expulsaron a los juaninos del inmueble en el siglo XIX, pasé a manos del Ayuntamiento de la Ciudad de México.  Un decreto de Maximiliano de Habsurgo, me convirtió en un Instituto de Sanidad, para atender de las enfermedades venéreas a las prostitutas.

Se me conocía, lógicamente, como Hospital de la Mujer y con ese nombre permanecí por varias décadas, a pesar de las diferentes administraciones. La belleza e importancia de mis muros fue reconocida cuando en 1931 fui declarado monumento histórico.

Eso sí, monumento o no, mis muros se siguieron deteriorando peligrosamente hasta que en 1981 el gobierno me concesionó al Fideicomiso Cultural Franz Mayer para que mis muros albergaran la colección del alemán nacionalizado mexicano y hoy soy el Museo Franz Mayer (a estas alturas sabrán que los nombres originales no van conmigo.

Franz era un hombre con múltiples intereses y una pasión por el arte. Su fortuna le permitía adquirir diversas antigüedades y piezas de arte. Esta afortunada obsesión, se convirtió en una colección y es la hoy resguardan mis muros.

Tristemente no llegué a conocerlo personalmente, pero a las personas se les conoce a través de sus obras y yo soy testigo de su generosidad. Confieso que me gusta que mis muros, además de ser admirados por su belleza, lo sean por los hombres han cuidado de ellos en estos cuatro siglos. Mexicanos de gran valía, independientemente de dónde hubiesen nacido.

Buen domingo a todos y gracias por leerme.
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