LA ENFERMEDAD DEL PODER

Ya sea en política, en el sector empresarial o en arte, con frecuencia las personas que ocupan un alto cargo cambian en su modo de pensar y de comportarse. El poder cambia la personalidad.

Pocas drogas causan tanta adicción y generan tantos cambios en la personalidad como el poder y el éxito. Por efímeros que sean. El tener los reflectores encima, provoca la creencia (errónea, desde luego) de que nos hemos transformado en dioses y que podemos hacer o decir lo que sea. ¡Locura total! El poder ocasiona que, personas que solían ser amables, se transformen en auténticos patanes. Profundamente democrática, esta locura no respeta género, edad o condición.

Eso es lo que la hace tan peligrosa: nadie está exento. Para complicar las cosas, los “reflectores” vienen en diversas formas, tamaños y colores, todos pueden encontrar el suyo. Para algunos, su reflector será la silla presidencial, una gubernatura, secretaría, o curul, para otros estar a cuadro, obtener un puesto académico, obtener una medalla en el deporte, ser ‘influencers,’ estrellas de rock, etc. Lo cierto es que cuando se sienten poderosos, pierden el piso.

Más que un problema de “humos subidos” el poder puede afectar el cerebro. Un artículo muy interesante de Jerry Useem publicado en The Atlantic, explica que este trastorno se conoce como Síndrome de Hubris (llamada también “la enfermedad del poder”) que lleva a perder la perspectiva de la realidad y a sobreestimarse.

El poder puede generar cuadros patológicos, personas que creen saberlo todo, mientras pierden empatía y capacidad de autocrítica. Grave. El término Síndrome de Hubris fue acuñado en 2009 por el neurólogo y político británico, Lord David Owens, quien realizó varios estudios sobre el tema. Estos delirios de grandeza necesitan algún tipo de control. Algo que te lleve a “poner los pies en la tierra”. El problema es que no siempre lo tienen.

Quizá el término de síndrome de Hubris es reciente, pero el problema no lo es. Los romanos, conocedores de lo que el poder y la victoria pueden hacer con naturaleza humana, idearon un sistema (ese famoso control del que hablábamos) para evitar que quienes lo detentaban enloquecieran por su causa.

Así, cuando un general desfilaba victorioso por las calles de Roma, existía la costumbre de que un esclavo sostuviera por encima de su cabeza la corona de laureles (símbolo de poder y triunfo) susurrando al oído, –en medio de las aclamaciones de la multitud–, Memento mori. Frase que significa: “Recuerda que eres mortal (y no eres un Dios)”. Con estas palabras intentaban recordarle las limitaciones de la naturaleza humana; lo efímero de la existencia y de las alabanzas y del poder.

Tan extendida estaba esa sabia costumbre, que como un gesto simbólico de confianza, se dice que el Senado otorgó a Octavio Augusto César el privilegio de portar la corona de laureles sobre su cabeza sin que la detuviera nadie, pensando, que era lo suficientemente sensato para no necesitar que le recordaran la fragilidad de la existencia humana.

Milenios han pasado, el Imperio Romano sólo está en los libros de historia, y a pesar de que la sabia costumbre está en desuso; la necesidad de que nos recuerden que somos mortales, sigue tan vigente como en las épocas romanas. Todos, en algún momento de nuestra vida, necesitamos que nos susurren: Memento mori. 

Bajo los efectos de esta potente droga, que ahora sabemos que efectivamente afecta el cerebro, hemos visto a lo largo de la historia a un sin fin de grandes personajes cometer atrocidades, abusos, realizar declaraciones absurdas y actos que rayan en la locura o plena estupidez.

Hoy en día, si bien no tenemos generales romanos pululando victoriosos en carruajes, no es difícil ver ejemplos de políticos, empresarios, actores o deportistas, desubicados por el poder, por insignificante que este sea. Parecería que a muchos de ellos tienen a un “Pepe Grillo” (o bien podemos llamarles facilitadores, adeptos o fanáticos) susurrándoles que son infalibles, inmortales y aplaudiendo y justificando todas sus locuras. Fallo total y un peligro.  

Quizá parecería que tener a alguien que te ubique en la realidad, un “Memento mori” sería un lujo innecesario. Al contrario, para los políticos –de todo el mundo–, el tener alguien así, no es una carga burocrática ni un lujo, es una necesidad y del primer orden.

Es necesario recordar que somos nosotros quienes otorgamos la corona de laureles a esos gobernantes, empresarios, artistas o deportistas, pero a diferencia de la antigua Roma, no les damos a alguien quien les recuerde lo efímero del poder o la fama.

Es importante, ante la marea de mentiras, declaraciones absurdas y “otros datos”, retomar esta sabia costumbre romana y recordarle a muchos que la vida da muchas vueltas y que no somos otra cosa más que simples mortales. Repitamos: Memento mori, memento mori…   

El que los funcionarios necesiten unas “pastillas de ubicatex” no está a discusión. Le son indispensables, y para muestra, lo que hemos escuchado en los últimos meses. La pregunta es: ¿Quién sería la persona que debe susurrar al oído de un político “Memento Mori”? Recordarle que es un simple mortal, con un poder temporal. La respuesta es sencilla: Nosotros, los ciudadanos.

Tenemos que hacer un contrapeso. No podemos darnos el lujo de no participar en la democracia, de no opinar o levantar los hombros y decir que no pasa nada. No podemos justificar lo injustificable. Es muy triste ver a algunos defender con vehemencia lo que antes criticaban con pasión.

Es necesario ser críticos, objetivos y participativos. Cada uno desde su trinchera. Sería ideal que en la presente administración existiese un consejo que le hablara con la verdad a los servidores públicos, no con lo que quieren oír, como frecuentemente sucede. Si de algo sirve, me ofrezco de voluntaria.

Espero tu opinión dejando un comentario en el blog, en mi cuenta de Twitter @FernandaT o enviando un correo a: [email protected]