Congruencia e institucionalidad

Especial

Con el espejo roto, no queda nada

que pueda responder a las preguntas del siglo

Albert Camus

 

Siguiendo a Perogrullo, un buen gobernante soluciona problemas, da resultados positivos, mejora las condiciones de bienestar de su pueblo, crea instituciones y las consolida en su desempeño. Para Ralph Waldo Emerson, “las instituciones son la sombra de los grandes hombres”. El verbo instituir es de noble prosapia. Implica crear, continuar, perseverar, respetar, cultivar. Las instituciones le dan calidad a la gobernabilidad y son indispensables para la democracia.

México ha tenido escasos periodos de auténtica vida institucional. Uno de ellos son los 18 años de Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. El primero fue el gran constructor del denominado “presidencialismo exacerbado” con desarrollo estabilizador y precario Estado de derecho. Se creció a más del 6% del PIB anual, con baja inflación y avances en todos los rubros de la administración pública. Faltó democracia y concluyó con la represión del movimiento estudiantil.

Varias lecciones se desprenden de esos gobiernos: equilibrio entre sector público y privado, predictibilidad en la toma de decisiones, funcionarios idóneos, prudencia en el uso de la palabra, propiciaron un ambiente de civilidad y concordia. Lo más importante, hubo congruencia en dichos y hechos. La correspondencia entre palabras y acciones son rasgos distintivos de quienes subordinan todo al cumplimiento del deber, definido en forma muy sencilla: el bien que obliga.

Hemos arribado a una democracia pervertida. Prueba de ello es el contraste de nuestra clase política cuando está en la oposición y cuando arriba al poder. Pongo algunos ejemplos.

Se podría escribir una voluminosa obra de lo que López Obrador dijo e hizo en su larga trayectoria política y lo que hoy dice y hace desde la Presidencia de la República. En algo sí ha sido congruente: en mandar al diablo las instituciones.

Felipe Calderón era el prototipo del doctrinario panista. Su discurso no dejaba rendija alguna para la ambigüedad: no había más política que la ética. Al asumir la Presidencia, acudió al manual del autoritarismo. Su primera víctima fue su propio partido que lo formó hasta llevarlo a la posición más encumbrada del Estado mexicano.

Cuauhtémoc Cárdenas gobernó Michoacán al más viejo estilo caciquil, con corrupción, fraude electoral y concentración del poder. Al encabezar la disidencia desde lo que se autodenominó izquierda, se convirtió en su más acérrimo crítico.

Porfirio Muñoz Ledo hizo la más ignominiosa defensa de Díaz Ordaz en 1968 y, mediante una deshonesta e impúdica negociación con el Partido Popular Socialista, evitó el triunfo de la izquierda al gobierno de Nayarit en la persona de Alejandro Gascón Mercado en 1975. Ha militado en varios partidos de oposición para ser furibundo crítico del sistema político y ahora regresa al redil para apoyar al presidente en turno.

Diego Fernández de Cevallos, en el pináculo de su liderazgo, se negó a contender por la jefatura de Gobierno del Distrito Federal (1997 y 2000) y ahora clama por una participación política responsable para oponerse a los abusos del poder.

Olga Sánchez Cordero acreditó un prestigio como jurista que la llevó a la Suprema Corte. Ahora, con el mayor desparpajo, apoya a Jaime Bonilla en el más oprobioso intento de violar nuestra Constitución.

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También en la academia se dan sus casos. Lorenzo Meyer ha sido un furibundo crítico de los políticos, sobre todo si los considera de derecha. Hoy inspira compasión su abyecta defensa del Presidente.

Newton decía que es más fácil predecir el movimiento de los astros que el comportamiento de los hombres. Madame de Stäel escribió: “La ciencia de la política necesita de un Arquímedes que le dé un punto de apoyo”. Sin duda son las instituciones que se fundan y funcionan a base de congruencia.