“Hay pueblos que saben la desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco, como todo lo viejo. Este es uno de esos pueblos”. Pedro Paramo, de Juan Rulfo.
En Colima han matado gobernadores antes de asumir el cargo, durante el desempeño del cargo y luego del cargo.
En Colima, durante décadas, el viejo PRI se ha resistido a dejar el poder estatal. El PRI hace todo por aferrarse no sólo al viejo poder sino a las viejas formas; al caciquismo brutal y despótico; al atropelló de la democracia electoral, como en junio pasado.
En Colima, el PRI ganó al PAN con apenas 500 votos de diferencia. Pero la diferencia es que en Colima votaron los muertos; esqueletos que salieron de sus tumbas para sufragar por los candidatos del PRI.
Y si en Colima los votos de los muertos hicieron la diferencia el pasado 6 de junio, en Colima los políticos y los gobernadores son muertos antes, durante y después del ejercicio del poder.
Y es que en Colima “suicidaron” a un gobernador a días de tomar posesión, han matado a otro en funciones –en un accidente aéreo–, han matado a un ex gobernador –acribillado en plena calle–, y la mañana de ayer atentaron contra otro ex gobernador.
En Colima la disputa política no es contra los opositores al PRI y menos contra inexistentes políticos de las izquierdas. En Colima, la Colima de los priístas, los políticos de ese partido se matan entre sí.
En 1973, el gobernador electo, Antonio Barbosa, fue “suicidado” días antes de asumir el cargo. En 2005 el gobernador Gustavo Vázquez murió cuando la avioneta en que viajaba se desplomó; todos en Colima hablaron de atentado. En 2010 fue asesinado en la calle Silverio Cavazos, ex gobernador. Su viuda, Idalia González Pimentel, acusó del crimen al entonces gobernador Fernando Moreno.
Y ayer, Fernando Moreno –ya en calidad de ex gobernador–, fue acribillado –a la misma hora y de la misma manera que acribillaron a Silverio Cavazos en 2010–; le vaciaron la carga de una pistola a bocajarro.
Desde hace décadas, los políticos de Colima han señalado a Fernando Moreno como “presunto implicado” con el crimen organizado; “bandas” que con el tiempo habrían aplicado “el que a hierro mata, a hierro muere”. Y es que Moreno fue responsable de la campaña de Fausto Vallejo, en Michoacán –con todo lo que eso significa–; por años manejó los procesos electorales de Jalisco y Nayarit –siempre en medio de denuncias de corrupción y de la “mano legra” del narcotráfico–, y recientemente coordinó las campañas de Guanajuato, en donde también fue acusado de pillo.
Pero además, el pasado 6 de junio, Fernando Moreno operó uno de los más cuestionables procesos electorales en tiempos de democracia, alternancia, del INE y de tribunales electorales; el de Colima. Y fue tal el cochinero que el PRI llevó a votar a los muertos. Fue tal el escándalo que el candidato del PAN, Jorge Luis Preciado, impugnó la elección.
Y en cuestión de días, el Tribunal Federal Electoral determinará si la elección de Colima se repite, o si acepta el voto de los muertos. Lo cierto, sin embargo, es que el atentado contra Moreno parece el último clavo en el ataúd de la sucia elección de Colima.
Y es que queda claro que en Colima manda el narcotráfico; poder que se comió al PRI, al Grupo Universidad y a empresarios; poder que controla el puerto de Manzanillo, puerta de la cocaína y los precursores de “la meta”.
¿Hasta cuando Colima en manos criminales?
Al tiempo.