“No vemos las cosas como son, las vemos como somos” – Anaïs Nin
Claudia está casada con un hombre muy bueno y muy trabajador. La devoción del marido de Claudia por su trabajo y las largas horas que pasa en el mismo, fueron la causa de un sinfín de problemas en su matrimonio. Claudia detestaba que trabajara tanto. Los reclamos de Claudia a su marido por las horas que pasaba en el trabajo eran infinitos. Muchas amigas tratamos de decirle que exageraba y que en verdad era un buen hombre, pero Claudia hizo caso omiso a nuestras palabras y siguió quejándose de las ausencias de su marido.
Un día, cuando fue a visitar a unos parientes a Morelia, acabó contándole todos sus problemas maritales a su vecino de viaje en el autobús. El hombre la escuchó con atención y le dio su punto de vista y le contó su propia experiencia. Claudia dice que era como escuchar a su marido exponer su punto de vista en boca de otra persona. Pudo entender los miedos de su marido de no ser exitoso en su profesión y un buen proveedor para ella y sus hijos. Al finalizar el viaje, intercambiaron tarjetas pero no volvieron a verse. Claudia no lo olvida. Esa conversación fue muy positiva para su matrimonio. En cuanto llegó a la casa de sus parientes, llamó a su marido y le dijo que sentía haber sido tan poco comprensiva durante tantos años y no haberlo apoyado. Le prometió cambiar de actitud y lo hizo.
Escuchar verdades en boca de un desconocido no es frecuente, pero sucede. Llegamos a una fiesta donde no conocemos a nadie, y terminamos contándole a una persona (que no nos ha visto en su vida y probablemente no volvamos a ver) algo de nuestra vida que no contaríamos ni a nuestros amigos cercanos. Además de que ese desconocido nos inspira confianza extrema, lo más sorprendente quizá es que escuchamos sus consejos, mismos que nos parecen sabios y atinados. No hablo de esos flechazos o amores a primera vista. No. Hablo de esos encuentros breves o enriquecedores que nos hacen creer en que existen ángeles.
Muchas veces me he preguntado por qué algunas veces sentimos plena confianza con una persona desconocida. Hace varios años, escuché a Don José Ruiz hablar acerca de los juicios y las máscaras que nos ponemos y ponemos a otros, no pude evitar pensar que ahí está la explicación de esa inesperada confianza: la ausencia de juicios y máscaras. Pasamos el día juzgando: el clima, el tránsito, el trato de los demás… Todo. De acuerdo con nuestros juicios etiquetamos lo que sucede en bueno, malo, desagradable o agradable, según sea el caso. Muchas veces, ni siquiera nos damos la oportunidad de conocer a alguien o algo. Lo juzgamos basados en las experiencias de los demás. Esto puede estar muy bien para ciertas recomendaciones, pero en la mayoría de los casos, si nos damos la oportunidad de conocer a alguien, de ver esa película o leer el libro que dijeron que no valía la pena, visitar el lugar que no le gustó a otra persona, nos damos cuenta que —afortunadamente— nuestra opinión es muy diferente de la de otros.
Cuando conocemos a alguien, no podemos hacer muchos juicios ni etiquetarla ya que no tenemos elementos, y es entonces que podemos verla tal y como es. Ellos, a su vez, nos ven de la misma manera. No saben si siempre te han etiquetado como: “la floja”, “el egoísta” o “el impuntual”. Eres la persona con la que están hablando en ese momento, nada más. No sabes si vas a volver a ver a esa persona o no. En muchas ocasiones esos encuentros no volverán a repetirse. Por ello, puedes darte el lujo de decir lo que piensas sin tapujos y de ser como verdaderamente eres. Escuchas sus palabras libres de juicios, etiquetas y máscaras. Por eso te parecen tan sabias.
Es triste darnos cuenta de que vemos a quienes nos rodean —que son quienes más queremos— bajo estas máscaras no muy amorosas que nosotros mismos les pusimos. Bajo la máscara de “trabajólico”, “superficial”, “tranquilo” (o lo que ustedes quieran), vemos a nuestros amigos y familiares. Por supuesto que esto no puede ayudar a las relaciones. Si estás escuchando a tu marido que va a llegar tarde del trabajo —como en el caso de Claudia— con la etiqueta de: “a-este-egoísta-no-le-importa-otra-cosa-más-que-su-trabajo”, lejos de ser solidarios y ofrecernos a hacerle un sándwich para la cena y escuchar sus problemas, el hombre trabajador va a encontrar a una esposa enojada y lista para reclamarle su ausencia o, bien, a una persona indiferente que duerme plácidamente ajena a sus problemas.
No es tarea fácil quitarnos la costumbre de etiquetar y etiquetarnos, claro que no, pero sí es posible hacer un esfuerzo y tratar de ver a otros y a nosotros mismos sin juicios, y prestar atención a las sabias palabras de aquellos que, por no conocernos, pueden hacerlo.
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