Dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad que “las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía”. Algo así sucede con el 2 de octubre del 68.
La represión estudiantil de ese año, casi coincidente y en buena medida explicada por los Juegos Olímpicos que se iniciarían días después, sigue siendo una herida abierta, en buena medida porque es, también, una bandera a utilizar en las más diversas circunstancias por víctimas y victimarios. La herida social “mana sangre todavía” aunque, en realidad, el 68 y la matanza de Tlatelolco hace tiempo que han dejado de ser memoria viva para convertirse en una máscara detrás de la cual muchos se pueden esconder.
No hay ningún relato de lo sucedido en aquellos días mejor que el de Luis González de Alba, su libro Los días y los años (Cal y Arena) no sólo constituye un relato fiel, preciso, reflexivo, de lo sucedido con el movimiento estudiantil, sino también en los días posteriores, los de la cárcel y el debate político, los de la participación y las defecciones.
Ningún otro llega ni remotamente a opacarlo, pero sí ha sido plagiado y distorsionado por muchos, incluyendo los que no participaron en el movimiento, y ahí está La noche de Tlatelolco para recordarlo.
¿Por qué se ha mantenido el mito y no se han cerrado heridas? Primero, porque, como escribió apenas ayer Jorge Castañeda, no cerrarlo era conveniente para el régimen. Pero no sólo como dice Jorge para demostrar hasta dónde se podía llegar en la vertiente autoritaria de la época del partido prácticamente único, sino también porque servía, sobre todo, durante los gobiernos de Echeverría y López Portillo, como un factor de diferenciación y cooptación.
Muchos de quienes fueron o se dijeron dirigentes y víctimas del 68 terminaron trabajando para esas dos administraciones, y para que eso se viera como un logro político había que mantener la herida abierta.
A pesar de que se tenía desde entonces la cifra real de muertos y heridos, nunca se terminó de cerrar, con nombre y apellido, la lista de las víctimas y se dejó que se depositara sobre la sociedad el peso de los centenares y centenares de muertos (en realidad, según la investigadora Susana Zavala, hubo entre junio y diciembre de 1968, 78 muertos y 31 desaparecidos) porque era políticamente útil en esa doble vertiente de intimidación y de demostración de apertura. Y bajo ese manto se cobijaron por igual víctimas y victimarios.
En ese manto se ocultó, por ejemplo, la responsabilidad real del Batallón Olimpia y de los funcionarios que lo comandaban y que ordenaron la represión del 2 de octubre en Tlatelolco, con el doble objetivo de disolver de una vez por todas las movilizaciones, atrapar al Comité de Huelga y acabar con la posibilidad de demostraciones que opacaran los Juegos Olímpicos, pero también se distorsionó el intento dialoguista de otros funcionarios, sorprendidos ellos también por la represión.
Quedó en entredicho el papel del Ejército, que también fue sorprendido y engañado, cuando fueron tiroteados sus elementos por los miembros del Batallón Olimpia, lo que sirvió para tratar de colocar en la opinión pública la idea de los manifestantes como instigadores de la violencia, una imagen que se disolvió también porque convenía mucho más que el Ejército cargara las culpas que le correspondían al Olimpia, la fuerza especial creada para la seguridad de la justa deportiva y que era manejada desde la Presidencia y la Secretaría de Gobernación. Una la ocupaba el Presidente en funciones, la otra su sucesor.
Si en las administraciones de Echeverría y López Portillo no se quería ni convenía cerrar la herida, en los siguientes sexenios eso no fue posible por falta de talento o de voluntad política. En ocasiones, simplemente, porque se pensó que eso ya no sería posible, pese a que esa sangría debilitó durante medio siglo la fortaleza institucional en muchos ámbitos.
Hoy algunos de los que alabaron sin cortapisas el accionar de Díaz Ordaz en 1968 están en la cima del poder de la próxima administración y otros lo estuvieron en las pasadas. Entre los dirigentes estudiantiles del 68 que terminaron en la política o en los primeros planos de la cultura, también ha habido de todo, desde los dirigentes reales como González de Alba o Marcelino Perelló, Eduardo El BuhoValle o el propio Pablo Gómez, con disímiles carreras posteriores, hasta los que se inventaron una participación a modo, pese a que nunca se lo conoció en aquellas lides.
Tlatelolco es una herida que no cierra porque durante muchos años hubo demasiados intereses, contradictorios entre sí, para que no cerrara, para mantenerla abierta, para que el mito superara a la realidad. Hoy se cumplen 50 años de aquellos hechos, medio siglo que tendrían que servir, por lo menos, para dejar claridad sobre lo sucedido, para dejar en claro lo que sí sabemos que ocurrió con sus distintas responsabilidades y comenzar a guardar en la memoria la tragedia y no dejar que sigan siendo objeto de una explotación política coyuntural que lo único que logra es que la herida siga sangrando porque no admite cicatrización alguna posible. Cerremos con otro poeta, con Jorge Luis Borges: “No hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”.