Los desaparecidos de Ayotzinapa: una vergüenza nacional

Cinco años después no sabemos cuál fue el destino de los estudiantes desaparecidos en Iguala. Su caso, por desgracia, se convirtió en otro asunto más de fe como hay tantos en México. Hay quienes le creen a la Procuraduría General de la República (PGR) del sexenio de Peña. Hay quienes le creen al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. Hay quienes le creen a los forenses argentinos. Hay quienes le creen al Grupo Colegiado de Expertos en Materia de Fuego (GCEMF). Y hay quienes no sabemos qué rayos creer. Lejos de ser un asunto donde hable la evidencia empírica y el análisis científico, esto se convirtió en una lucha política para ver quién ganaba la narrativa en los medios y la opinión pública.

Recordemos que la PGR de Murillo Karam había sostenido que los 43 estudiantes habían sido incinerados en el basurero de Cocula. Luego, la GIEI, con base en un peritaje de un supuesto experto de nombre José Torero, afirmó que era imposible cremar cuerpos en ese terreno. Posteriormente, el grupo de forenses argentinos, invitados por los padres de las víctimas, concluyó que sí hubo diversos incendios en ese sito, pero no del tamaño para incinerar 43 cuerpos; además, encontraron restos humanos de por lo menos 19 personas que no correspondían a los estudiantes. Finalmente, la PGR y el GIEI acordaron llevar a cabo otro peritaje más a cargo del GCEMF, que concluyó que sí hubo un evento de fuego controlado de grandes dimensiones y al menos 17 personas fueron quemadas ahí.

¿A quién creerle?

Me temo que este tema ya se unió a la larga lista de casos donde pesa más la fe que las pruebas.

Ejemplos hay muchos. Ahí está la elección presidencial de 2006. Hay quienes piensan que sí ganó Calderón y los que creen que fue López Obrador. Yo estoy en el primer grupo porque, a pesar de que AMLO argumentó que le hicieron fraude, nunca presentó pruebas contundentes. Más aún, con base en la evidencia empírica, académicos serios, como Javier Aparicio, del CIDE, demostraron que el resultado final no se había alterado. Pero hoy, muchos años después —incluso ahora que López Obrador es Presidente—, la discusión sobre las elecciones de 2006 sigue siendo un asunto más de fe que de pruebas materiales.

A la mente me viene otro asunto que también terminó como de fe: la muerte de la anciana indígena Ernestina Ascencio, en 2007. En un primer momento, la Procuraduría de Veracruz sostuvo que su muerte se había dado debido a heridas provocadas por una presunta violación de soldados del Ejército Mexicano. Luego, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos concluyó que había fallecido de causas naturales por una gastritis crónica. A la postre, la Procuraduría veracruzana reculó, apoyando la versión de la CNDH. Pero el asunto se convirtió en artículo de fe. Hubo quienes creyeron en lo de la gastritis y otros en lo de la violación. En este particular caso, yo me quedé en medio, es decir, sin saber realmente qué sucedió en la Sierra de Zongolica.

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En una democracia, las instituciones están para dar certeza a la ciudadanía y no alimentar los prejuicios de unos y otros. Desgraciadamente, no es el caso en nuestro país, donde las instituciones ni hacen investigaciones certeras ni tienen credibilidad frente a la ciudadanía.

Sobre el destino de los estudiantes de Ayotzinapa, he platicado varias veces con los representantes del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, que han coadyuvado a los padres y con gente que ha seguido muy de cerca las investigaciones sobre lo sucedido en septiembre de 2014 en Iguala y sus alrededores. Héctor de Mauleón es uno de ellos. Recuerdo una plática con él hace ya tres años, donde me aseguró, con tristeza, que el caso Ayotzinapa se había convertido en un asunto de fe debido a la chocante politización, donde cada grupo defendía su versión a capa y espada. La ciencia pasó a un segundo término y, con ella, la posibilidad de saber qué pasó en realidad.

El nuevo gobierno de López Obrador ha reabierto el caso y reavivado la esperanza de saber qué pasó. Yo, después de un lustro, sigo pensando en los padres de las víctimas que, seguramente, están cansados de una búsqueda infructuosa. Por no hablar del dolor al no saber, cinco años después de que desaparecieron sus hijos, a dónde llevarles unas flores para recordarlos.