Las renuncias de la dignidad

Donde hay peligro crece lo que nos salva.

Friedrich Hölderlin

 

Más que revolucionarios, necesitamos hombres rebeldes. Albert Camus los define: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no, pero negar no es renunciar, es también un hombre que dice sí desde el primer movimiento”. Kierkegaard escribe algo similar: “El que se pierde en su pasión pierde menos que el que pierde su pasión, porque éste con la pasión todo lo pierde, aquél, en cambio, en su renuncia lo recupera todo”.

Las renuncias a los cargos públicos no son algo novedoso, desafortunadamente aquí no son tan frecuentes como en otras naciones. Las llamo renuncias de la dignidad, pues obedecen a reclamos de la conciencia que involucran principios éticos. Hay algunas históricas, las de Manuel Gómez Morin a la Junta de Gobierno del Banco de México (1927) al distorsionarse el esquema de otorgamiento de créditos, y a la rectoría de la UNAM (1934) por su defensa de la autonomía; la de Alberto Vázquez del Mercado como ministro de la SCJN (1929) en protesta por el trato a Luis Cabrera como disidente. Jesús Silva Herzog habla en sus memorias del grueso expediente de sus renuncias. Ineludible mencionar la actitud de Javier Barros Sierra en el movimiento de 1968, la de Jorge Carpizo McGregor a la Secretaría de Gobernación en 1994 o la de Santiago Levy al IMSS en el gobierno de Vicente Fox.

Al ritmo que se están presentando en el gobierno de la 4T, no hay duda de que va por la medalla de oro. Clara Torres renuncia por la suspensión de apoyo a las guarderías. Miembros de la Comisión Reguladora de Energía prefieren retirarse a ser cómplices del mal uso de ese organismo de excelente desempeño por años. Consejeros de Pemex se niegan a ser cómplices de esa empresa a la que ya se percibe como causante de una debacle de proporciones desastrosas. Finalmente, están las de Germán Martínez y Josefa González Blanco, aunque esta última oculte sus verdaderos motivos.

Debo confesar que perdí una apuesta, yo esperaba que las primeras fueran las de Alfonso Romo y Carlos Urzúa. Y no soy optimista para esperar más renuncias. Nuestra clase política es timorata.

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Los colaboradores del presidente López Obrador conocen su cerrazón y su incapacidad para rectificar, aunque los hechos ostentosamente le indiquen sus errores, una actitud altamente preocupante. Las políticas públicas están siendo distorsionadas y gravemente atrofiadas. El aparato administrativo está siendo, paulatinamente, desmantelado, reflejándose en servicios cada vez más deficientes. Las designaciones no se aproximan a los requerimientos de los cargos, obedecen a compromisos partidistas sin importar carencias e impedimentos. En el retorno de la imbricación partido-gobierno sólo importan los programas clientelares para reafirmar la mayoría en la Cámara de Diputados en la elección intermedia y prepararse para designar al heredero de la sucesión presidencial. Sorprende el sometimiento, con notables excepciones, del sector empresarial; prevalece el cuidado de sus intereses individuales. Las voces de la oposición son débiles y escasas.

Urge una gran concertación nacional. No hay que devanarse los sesos para ver qué propuestas nos unen. Lo importante es frenar el mal, constituir un frente amplio para defender a las instituciones y al Estado de derecho.

La historia se repite una y otra vez. Las voces de alarma son desoídas. Los que se atreven a disentir son amenazados. Toda proporción guardada, me recuerda esta cita de Hannah Arendt, tomada de un discurso de Hitler, en su siempre actual libro Los orígenes del totalitarismo: “No soy nada más que un imán que se mueve constantemente a través de la nación alemana, extrayendo el acero de este pueblo. Y he declarado a menudo que llegará el día en que todos los hombres valiosos de Alemania estén en mi campo. Y aquellos que no estén a mi lado no serán valiosos de manera alguna”. Sin comentarios.