La violencia legal

Especial

Todo comienza en la mística y acaba en la política.

                Charles Peguy

 

La decisión más difícil de un gobierno es la de ejercer la violencia legal. Esto es, “el monopolio de la violencia legítima que puede ejercer un Estado para su buen funcionamiento y cumplimiento de las leyes”. Dicho monopolio debe producirse a través de un proceso de legitimación, en la que una reivindicación se establece para legitimar el uso de la violencia por parte del Estado.

Max Weber dijo que es condición necesaria para que una entidad se convierta en un Estado conservar tal monopolio, el cual nadie puede disputarle. Esta ha sido tal vez la disfuncionalidad más grave del Estado mexicano desde hace varias décadas.

Por lo que he leído e investigado sobre el movimiento de 1968, había dos propuestas de solución, una formulada por Jesús Reyes Heroles (negociación) y otra de Luis Echeverría (represión violenta y contundente para finalizar el conflicto). Prevaleció la segunda, aplicada el 2 de octubre. La acción, hasta donde puede inferirse, estuvo a cargo del Batallón Olimpia, que formaba parte del Estado Mayor Presidencial, cuyos integrantes agredieron a manifestantes y al Ejército en un claro intento de provocar confusión, con las consecuencias conocidas. Podría considerarse que ésa fue la última manifestación del movimiento.

Tuve oportunidad de coincidir en el Senado con Fernando Gutiérrez Barrios, quien pronunció el discurso conmemorativo de ese evento en el 2000. Afirmó que el número de muertos, entre soldados y civiles, fue de 38. Al concluir su intervención, le insistí sobre la veracidad de la cifra. Su respuesta fue incuestionable: “Estoy viejo, no tengo necesidad de mentirle. Un muerto no se inventa, tuvo una vida. Si hubieran sido los cientos que dicen, habríamos tenido protestas de sus familias. Los nombres de los que fallecieron están grabados en la placa de la Plaza de Tlatelolco”. Don Fernando falleció unos días después. El movimiento estudiantil concluyó, la olimpiada se realizó, Gustavo Díaz Ordaz asumió toda la responsabilidad y Echeverría fue su sucesor. Desde entonces, se generó un síndrome, la resistencia del Estado a usar la violencia legal.

Una represión muy diferente fue la del 10 de junio de 1971. Ese día, el presidente Echeverría prácticamente secuestró al Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Alfonso Martínez Domínguez, al gobernador del Estado de México, Carlos Hank González, y al secretario de Recursos Hidráulicos, Leandro Rovirosa Wade, para analizar el problema del agua en el Valle de México. Durante la reunión, el Presidente frecuentemente atendía llamadas y daba órdenes. Ya en su oficina, Martínez Domínguez se encontró a reporteros que lo cuestionaban sobre la acción de los halcones, sin tener la más remota idea de lo acontecido. La señal era clara: “por las buenas”, les doy lo que pidan, “por las malas”, ya conocen mi respuesta.

Hay otro caso. 1958 fue un año de inflexión: tumultos, manifestaciones y huelgas de ferrocarrileros, maestros, universitarios, petroleros, telegrafistas, burócratas… Ilam Semos escribe: “De nuevo, México emergía ante gobernantes y gobernados sin máscaras ni bozal, con su verdadera fisonomía, la de un país de clases irreconciliables”. Todos los problemas fueron resueltos mediante negociaciones del presidente Ruiz Cortines, con un mínimo de represión, sin sangre. Carlos Monsiváis relata: “los estudiantes se entrevistaron con Ruiz Cortines, quien después de amonestarlos recibió con beneplácito una porra en su honor”.

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En el 68 y el 71, el Estado actuó con exceso. En 2019, en Tlahuelilpan, el Ejército fue omiso al contemplar pasivo cómo se robaban un bien del Estado (132 muertos) y en Culiacán se replegó ante las amenazas del crimen organizado (14 muertos).

Nuevamente, México se mueve como péndulo de un extremo a otro: de Díaz Ordaz a López Obrador.