La suave transición

Desde el momento en que se iba perfilando el triunfo de López Obrador en la elección presidencial como consecuencia, entre otros factores, de la confrontación entre el PRI y el PAN, y específicamente de Meade y Anaya, quienes llevaron la pugna al terreno de lo personal, el gobierno de Peña Nieto fue planeando la forma de establecer un acuerdo con los ganadores y más aún tras el desfonde del PRI a nivel nacional, en algo no previsto ni en la peor pesadilla de los tricolores. Tras el alineamiento de algunos sectores empresariales y medios de comunicación con quien iba adelante en las encuestas, la necesidad de establecer una estrategia adecuada de salida por parte del gobierno central era indispensable.

Los mensajes enviados a Peña por parte de Andrés Manuel en plena campaña eran claros: la intocabilidad del actual primer mandatario a cambio de una elección donde no hubiese trucos ni intervenciones extrañas. Los acuerdos se cumplieron y el triunfo arrasador de Morena aumentó el grado de lubricación del pacto de transición. Así, el actual Presidente envía al Congreso un presupuesto acorde a las necesidades del nuevo gobierno, adelanta con iniciativa preferente la formación de la Secretaría de Seguridad Pública, y envía las ternas para las Fiscalías de la República, anticorrupción y electoral.

La liberación de Elba Esther Gordillo después de cinco años de proceso forma parte del mismo acuerdo. Regresamos a la época donde los enemigos políticos apresados por utilizar una fuerza ilegítima contra el poder establecido son perdonados en función de una nueva realidad, donde la suerte por haber apostado por el ganador les devuelve la libertad e incluso la posibilidad de reincorporarse a la esfera del poder. Culpable o inocente, el ejemplo de Elba Esther nos regresa a la realidad de un país carente de un sistema legal capaz de garantizarle a cualquier individuo la seguridad de no ser apresado por carecer de dinero o poder político, o por el contrario, la libertad absoluta de vivir en la impunidad al poseer recursos e influencias de todo tipo.

Lo cierto es que los votos obtenidos por López Obrador y Morena en las urnas obligan a diferentes actores a una negociación con los próximos gobernantes en una situación de desventaja significativa. Las reacciones de los diferentes gobernadores rechazando la presencia de los nuevos “coordinadores estatales” en sustitución de los actuales delegados federales, son un grito de resistencia ante la nueva concentración de fuerza del gobierno central, quien podría anular de facto el poder que los mandatarios estatales poseen desde 1997, cuando el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y estos se convirtieron en virreyes con amplio margen de impunidad.

El problema radica en que la reducción del poder de los virreyes no representa el traslado de este a una nueva estructura de equilibrios democráticos, sino al fortalecimiento del presidencialismo disminuido precisamente a partir de 1997. La tersa transición entre la administración Peña Nieto y la de López Obrador es producto de la diferencia abismal entre un primer mandatario saliente con un poder disminuido sustancialmente en todos los espacios políticos, y otro entrante con una fuerza casi incontenible que puede hacer y deshacer a su antojo con las únicas restricciones que los mercados financieros puedan imponerle de manera inmediata a proyectos que, al no ser rentables, generen reducción en el grado de inversión y con ello una fuga de capitales imposible de contener.

Tersa transición, y más aún si se logra concretar el TLC con EU y Canadá, para poder iniciar en diciembre el gobierno de un solo hombre, que tendrá en sus manos las decisiones más importantes del país sin más contrapeso que el querer escuchar o no a los hombres y mujeres más sensatos de su gabinete.