La justicia y la ley

Los peligros del poder sin control son recordatorios perpetuos de las virtudes de una sociedad democrática

Reinhold Niebuhr

 

La justicia es el fin, la ley es el medio. Desde luego, puede haber conflicto entre una y otra. Lo definió Sófocles en su tragedia Antígona. La protagonista sostiene que sobre la ley de los hombres hay un derecho superior, el cual es prioritario. Santo Tomás de Aquino le dedicó voluminosas disquisiciones sobre la ley divina y la humana (el iusnaturalismo).

Con esas ideas, David Thoreau sustentó su derecho a la desobediencia y el jurista Eduardo J. Couture lo señaló como cuarto mandamiento de su decálogo: “Lucha, tu deber es luchar por el derecho, pero el día en que encuentres en conflicto el derecho con la justicia, lucha por la justicia”.

Este tema, central en la filosofía del derecho, tiene estrecha relación con el memorándum del Presidente de la República en materia educativa.

La duda entre ley y justicia atañe al Poder Judicial (el que juzga), no al Poder Ejecutivo (el que ejecuta).

Si este último no acata la norma jurídica que regula el ejercicio de sus atribuciones, comete un grave atropello al Estado de derecho.

El documento de marras es para cumplir un compromiso con un sector minoritario del magisterio, no un afán de hacer justicia.

Falta el Presidente al juramento de protesta cuando asumió el cargo, contrario al pensamiento del liberal José María Iglesias, que viene repitiendo: “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”.

Se dice que en tanto la Suprema Corte de Justicia (SCJN) no declare su inconstitucionalidad, el memorándum tiene validez. Esto es negar el sentido común.

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Claro que hay mecanismos para defender la Constitución de los abusos del poder, pero concederle el monopolio del criterio jurídico a 11 ministros, implica ignorancia y mala fe, contrarias a los más elementales principios de la ética y el derecho.

El artículo primero constitucional expresamente ordena: “Todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad”.

En la claridad no se requiere interpretación, decían los juristas romanos.

Difícil imaginar a la connotada abogada Olga Sánchez Cordero acatando una instrucción que viola los derechos humanos de los educandos porque la Suprema Corte de Justicia de la Nación aún no decide su improcedencia.

Otro defensor del acto presidencial sostiene que tuvo el valor de hacer por escrito lo que antes se hacía verbalmente.

Desde luego que sí, así se lo exigió el sector magisterial que lo tiene sometido con sus ilegales exigencias.

Michel Foucault escribe: “Donde hay poder, hay resistencia”. Ésa es la tarea de la oposición: contrapeso y dique de contención. Así funciona la democracia.

La explicación al desprecio por la ley está en el populismo, fenómeno recurrente en los últimos años y del que mucho se ha escrito en lo que va del siglo. Es una enfermedad gravemente contagiosa que padecen los hombres y mujeres cuando tienen poder. Sus síntomas son claros y se manifiestan con descomunal crudeza en las actitudes y decisiones del funcionario público. En lo pequeño y en lo grande, en el detalle y en lo trascendente, se percibe lo artificial, lo falso. En pocas palabras, es tremendamente irresponsable.

Para que el derecho prevalezca en su función de propiciar una vida armónica, de justicia y paz en los pueblos se requiere de la cultura de la legalidad. Esto es, de la calidad moral para respetar y obedecer lo prescrito en las normas.

Los nuevos tiempos están poniendo a prueba nuestro régimen presidencial y la viabilidad de nuestro sistema político. Está en riesgo nuestra tormentosa y cuestionada transición democrática. Una vez más se calibrará la calidad de nuestra clase política.