La guerra

Especial

El enfrentamiento político en Estados Unidos llegó ayer a un punto que debería llenarnos de profunda preocupación. La Casa Blanca envió una carta a la Cámara de Representantes rechazando participar en la investigación del “impeachment”, argumentando que si bien esa Cámara puede votar el desafuero, no tiene facultades para investigar. Es, sin duda, un argumento de leguleyos, pero ése es el nivel del gobierno de Trump.

En la misma carta, la Casa Blanca afirma que se trata de un proceso para “nulificar el resultado de un proceso democrático”, en referencia a la elección de 2016. No es posible encontrar en Occidente una mejor descripción de lo que es una democracia iliberal. Le recuerdo que lo que normalmente llamamos democracia es en realidad una democracia liberal: un sistema en el que votamos, eligiendo entre opciones que compiten en igualdad de circunstancias, contando con fuentes de información independientes y confiables, y con derechos amplios de opinión y reunión. El sistema que se ha promovido desde hace algunos años, la democracia iliberal, consiste en que se mantiene el derecho al voto (aunque restringido en algunas partes, para ciertos grupos), pero sin opciones que compiten en igualdad de condiciones, ni fuentes de información independientes ni derechos políticos amplios.

La Casa Blanca de Trump es una muestra clara de lo que es ese sistema, popular en Europa del Este, y cada vez más presente en Occidente. Ya han restringido el voto de grupos (especialmente de afroamericanos) y reducido el valor de otros, mediante la redistritación (gerrymandering, le llaman). El esfuerzo de Trump por difundir “fake news” no es otra cosa que la destrucción de las fuentes de información independientes y confiables. Y ahora su rechazo a aceptar atribuciones de otro poder es una muestra franca del abandono total del equilibrio liberal de la democracia estadounidense.

No solemos darnos cuenta de ello, pero el sistema político que fue tan exitoso en las últimas décadas es una combinación de referencia monárquica, administración aristocrática y contrapeso democrático. Es decir, puesto que cualquier tipo de gobierno puede ser defectuoso, lo mejor que logramos construir fue un equilibrio de los tres tipos de gobierno de la antigüedad (de uno, de varios y de muchos), en el que la continuidad depende de las leyes y del poder judicial. Sin esta continuidad legal y el contrapeso de los tres “gobiernos”, el regreso al autoritarismo está garantizado.

Trump ha logrado controlar la Cámara aristocrática y consolidar una base popular, alimentada de sus mentiras y las de sus socios mediáticos (Fox News). Debilitó al Poder Judicial y confió en que la Cámara “popular” jamás lo enfrentaría, para no darle el papel de mártir rumbo a 2020. Tal vez por exceso de confianza, por simple estupidez, o por lo que fuese, le dio a sus enemigos pruebas fehacientes de su corrupción y traición, y la guerra ha llegado.

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Estamos hablando de la democracia más longeva del mundo (junto con la británica, con asegunes y problemas actuales propios). Ahí, donde se inventó el federalismo, la presidencia y tantas otras características de la democracia liberal, es donde un rufián, apoyado por mafiosos, ha considerado quedarse en el poder por el resto de su vida. Porque eso es lo que está detrás: en el momento en que Trump deje de ser presidente, será reo y él lo sabe.

En suma: cuando un líder inescrupuloso llega al poder, pronto se da cuenta de que no podrá dejarlo. De que no hay forma de sobrevivir sin él, de que no puede heredarlo. Y la democracia liberal es frágil, es ese equilibrio de tres formas de gobierno más la continuidad legal, que puede deformarse con sólo tener un puñado de mafiosos, medios abyectos y suficiente audacia. Es allá.