La farsa trágica del Chapo

Por Patrick Radden Keefe

Publicado el 11 de enero de 2016 en The New Yorker

En mayo de 2014, recibí una oferta inusual. Recién había publicado un extenso artículo: “La casa del Chapo”, sobre la carrera criminal –y la eventual captura–, del barón de la droga prófugo, Joaquín Guzman Loera. El artículo atrajo la atención de la prensa mexicana y un día, abrí mi correo electrónico y encontré un mensaje del abogado que representaba a la familia Guzmán. Me hizo una propuesta seductora: el Chapo estaba listo para escribir sus memorias, ¿estaría interesado en colaborar?

En aquel momento, había escrito dos artículos sobre Guzmán –el primero fue sobre el modelo de negocios de su cartel–; además dediqué varios días a entrevistar antiguos empleados del cártel del Pacífico, así como a los agentes que le habían perseguido. Sin embargo, aquello era una oportunidad de escuchar la historia de Guzmán en sus propias palabras.

Terminé por decir que no. El arreglo habría sido ilegal. Al colaborar –de cualquier forma– con la memoria del Chapo, quizá habría evadido al Departamento del Tesoro de Estados Unidos, el mismo que promulgó sanciones en contra de Guzmán y de su organización a través de la llamada Ley de Designación de Cabecillas Extranjeros. No obstante, también me preocupaba que el arreglo fuera el primer acto de una historia de suspenso en donde el desafortunado escritor de revistas, cegado por el deseo de una primicia, no sobrevivía al tercer acto. Cuidando cada palabra, respondí al abogado que, “incluso bajo las mejores circunstancias, la relación entre un escritor anónimo y el Chapo podría… romperse”.

Las memorias suelen ser un ejercicio de vanidad. Mi preocupación real era que nuestras posiciones de partida –la del Chapo y la propia– serían irreconciliables. Durante los años en que estuvo prófugo, y generalmente invisible para las agencias del Estado y para el público, el ser humano llamado Joaquín Guzmán desapareció ante el invisible, inatrapable y romántico fugitivo, el Chapo. En consecuencia, difícilmente habría oportunidad de que el señor de la droga, o sus cercanos, me permitieran escribir con exactitud sobre el hombre, cuando el mito era tan poderoso y ampliamente aceptado.

El pasado fin de semana, reflexioné sobre la distinción entre el hombre y el mito. El viernes, Guzmán fue detenido por un grupo de élite de la Marina mexicana, en la ciudad costeña de los Mochis, en el norte de Sinaloa. Habían pasado seis meses desde aquel memorable escape del Altiplano, la prisión más segura en México; y mientras era presentado ante las cámaras, enfundado en una mugrienta camiseta, no se veía al Chapo Guzmán. Más bien parecía un hombre con una máscara de latex del Chapo; las mismas máscaras tan populares en las celebraciones de Halloween en ambos lados de la frontera. Sus pálidos y lampiños hombros, fuera de proporción con el rostro familiar y un bigote sorprendentemente negro.

La estrategia del gobierno del presidente Enrique Peña para conseguir la recaptura del Chapo –luego del bochornoso escape–, no termina de quedar clara. No obstante, las primeras declaraciones dejaron ver que el deseo de Guzmán por contar su propia historia habría sido su ruina. En conferencia de prensa después del arresto, la Procuradora General de la República, Arely Gómez González, dijo que mientras el Chapo evadía a las autoridades y continuaba con la operación de su negocio de drogas, el narcotraficante buscaba producir una película sobre su vida. Esto no es tan extraño como parece. Tal cual explicó Ioan grillo en The New York Times, la industria cinematográfica en México ha hecho de las películas que glorifican la vida de los narcos una tradición. Igual que los mecenas del Renacimiento, los traficantes suelen financiar el proyecto. Según se sabe, los representantes de Guzmán habrían contactado a varios actores y productores. Esto –según la procuradora– abría una nueva línea de investigación.

La idea de que el criminal más buscado del mundo hubiera caído en la trampa de su propia vanidad parecía irreal. Pero la noche del sábado, la revista Rolling Stone publicó “el Chapo Habla”, un extenso artículo de Sean Penn sobre un encuentro secreto con Guzmán, el otoño del año pasado. Muchos has expresado su disgusto hacia los distintos momentos del texto, por ejemplo: el hecho de que Rolling Stone diera voz a un señor de la droga; el hecho de que el interlocutor del narcotraficante fuera un actor de Hollywood –quien escribió que trató de evitar los juicios sobre Guzmán–; el hecho de que la revista –según una nota del editor–, envió el artículo terminado a Guzmán antes de publicarlo para que éste lo aprobara. (La nota dice que no se pidieron cambios).

Algunos periodistas que han pasado años cubriendo la frontera y la guerra contra las drogas, señalaron que a pesar de que la entrevista de Penn es todo un espectáculo –una sesión de mutua admiración, repleta de tequila, que fue escrita de modo florido, con el entrevistador como parte de la entrevista-, lo cierto es que el trabajo de quienes investigan a los cárteles en México, es un gran peligro. Se sabe de reporteros asesinados, golpeados, intimidados, y obligados a censurarse a sí mismos.

En contraste, para lograr la entrevista y realizar el valiente viaje (algunos dirían insensato), hasta el refugio en la montaña de Guzmán, Penn podía confiar –hasta cierto grado–, en la seguridad que le daba ser un gringo acaudaldado, así como una celebridad. Aun así sería un error someter el artículo de Penn a los estándares periodísticos normales (de hecho, en una entrevista con el New York Times, el editor de Rolling Stone, Jann Wenned, dejó claro que no creía que esos cánones aplicaran). Concentrémonos, entonces, en lo que aprendimos en este artículo de 10 mil palabras sobre Guzmán

La respuesta, sorprendentemente, es que no hay mucho que aprender. Sin duda fue intrigante que Guzmán confesara que envió a sus ingenieros a recibir capacitación en Alemania para construir el túnel que facilitó su escape. Pero en el resto de la entrevista, Guzmán parece un experto –igual que un secretario de Estado en conferencias de prensa–, en el arte de hablar mucho y decir poco. Cierto, es revelador que Guzmán presuma ser el mayor traficante de drogas: “Yo proveo más heroína, metanfetamina, cocaína y mariguana que cualquier otra persona en el mundo”. Pero también es cierto que sería irrisorio que, a estas alturas, insista en la declaración que hizo luego de su primer arresto –en 1993–, cuando dijo que era un campesino incomprendido.

Guzmán reconoce que las “drogas destruyen”, pero le dice a Penn que “donde crecí no había –y sigue sin haber– otra forma de sobrevivir”. La rutina de Jean Valjean habría tenido fuerza cuando inició en el negocio –hace cuatro décadas–, pero no explica por qué seguiría traficando incluso hoy; cuando su fortuna –según Forbes–, es de más de mil millones de dólares. Penn no pregunta y Guzmán no lo dice.

Sin embargo, podría aventurar una explicación. Según la gente con la que he hablado –y que conoció a Guzmán o ha hecho negocios con él–, el Chapo está obsesionado con el negocio de la droga. Cuando estuvo en prisión por primera vez, lo primero que hizo fue tratar de manejar su negocio desde las rejas. Alguna vez platiqué con un antiguo del criminal, un socio que había ido a la prisión a discutir con Guzmán un plan de negocios formal. En 2008, cuando estaba en el punto máximo de su poder e influencia, Guzmán corría el riesgo de tomar el teléfono y negociar el precio por kilo de un cargamento de heroína en Chicago.

La única pincelada del espíritu emprendedor de Guzmán en el artículo de Rolling Stone es cuando el narco pregunta a Penn sobre el funcionamiento de Hollywood –desdeñando el riesgo de pérdida–, así como cuando lamenta que no pueda invertir en el sector energético porque su dinero es demasiado sucio; una declaración que, francamente, es difícil de creer.

Prácticamente todo lo demás que aparece en el texto es bastante seco. Por ejemplo: Guzmán ama a su madre; la relación con su familia es muy normal; ser libre, en vez de estar en prisión, es lindo. Eso sí, para ser justos con Penn, este género –la pregunta y respuesta con un león, dentro de la cueva del león–, no es el ideal para las preguntas duras.

Aun así, Penn no muestra escepticismo a las respuestas parciales de Guzmán. Incluso cuando el Chapo pone en duda si es –o no–, una buena persona. A pesar de que Guzmán sería el responsable del baño de sangre en México –admite Penn–, el actor también niega que eso implique que el criminal carece de alma. Al contrario, “este hombre simple, que proviene de un lugar simple, rodeado del afecto simple de sus hijos, no me parece –de entrada–, el lobo malvado”.

El mito del Chapo está vivo y es sólido. Poco importó que su conducta lo pusiera en duda. Después del arresto el viernes, hablé con Carl Pike, un agente retirado de la DEA; él pasó años persiguiendo al Chapo. “Siempre ha jugado a ser el hombre malo”, dijo Pike. “Pero cuando llegó el momento, dejó que cinco de sus hombres murieran en el intento de protegerlo, y después se rindió sin luchar”. Guzmán advirtió –durante años– que no permitiría que lo detuvieran con vida. “Fueron patrañas”, dijo Pike. No obstante, cuando hablé con un antiguo empleado de Guzmán –en prisión por trasiego de drogas en Texas–, no se mostró sorprendido por la rendición del Chapo. “Déjame decirte algo, amigo, nadie quiere morir”, dijo.

El otrora traficante se dijo preocupado de que lo llamen a testificar en caso de que Guzmán sea procesado en Estados Unidos. Y es que contrario a su arresto en 2014, cuando el gobierno mexicano insistió en mantener a Guzmán en su país para que enfrentara los cargos en su contra, la Procuraduría General de la República anunció el fin de semana que iniciaría los procedimientos para extraditarlo.

No termina de quedar claro por qué lo harían. La mayoría de los crímenes del Chapo ocurrieron en México y sus víctimas son mexicans. En consecuencia, existen evidencias sólidas para procesarlo en su casa. Además, persiste el riesgo de que si lo procesan en Estados Unidos, el Chapo exhiba información de los tratos corruptos con servidores públicos mexicanos de alto nivel. Esta situación obliga a preguntar, por qué los marinos mexicanos no asesinaron a Guzmán, por qué no siguieron el ejemplo de los agentes estadounidenses que acabaron con Osama Bin Laden. Así se habrían evitado el problema de qué hacer con él. En respuesta, el analista de seguridad mexicano, Alejandro Hope, sostuvo en una entrevista con Slate que, en buena medida, Guzmán fue capturado con vida porque su muerte no habría sido creíble para los mexicanos. Ahora que se encuentra bajo la custodia de autoridades mexicanas, mi apuesta es que el gobierno de Peña Nieto quiere entregarlo –cuanto antes mejor–, porque no tiene certeza de que pueda evitar otra fuga. Como dijo Hope, “no hay prisión en México que pueda retenerlo”.

Esto, sin embargo, no significa que el narcotraficante estará en Estados Unidos pronto. Hablé con dos abogados que han trabajado en juicios de extradición de otros líderes criminales; ellos me dijeron que incluso sin defensa legal, na extradición tomaría hasta seis meses. Y Guzmán, quien tiene excelentes abogados, seguramente tratará de evitar el proceso. Ambos abogados coincidieron en que si las autoridades mexicanas quisieran hacer a un lado los requisitos constitucionales –lo cual no sería nuevo–, podrían poner a Guzmán en un avión mañana mismo. De lo contrario, la pelea legal en torno a la extradición podría tomar años.

Eso, claro, si el Chapo no escapa de nuevo. Uno de los retos de escribir sobre Guzmán es que, para una historia tan trágica, tiene demasiados elementos de farsa. Un antiguo juez con el que hablé dijo que hasta que Guzmán sea extraditado, “lo pondrán en un cerco militar o lo moverán de un lugar a otro para evitar que esté en una prisión el tiempo suficiente para planear un escape”. Sin embargo, el sábado, Guzmán fue enviado al Altiplano, la misma prisión de la que huyó en julio.

Traducción libre del texto the tragic farce of el chapo, publicado en The New Yorker.

http://www.newyorker.com/news/news-desk/the-tragic-farce-of-el-chapo