Ética y derecho

La mejor forma de frustrar la realización efectiva

de un ideal de justicia es elevarlo a la calidad de ley

Manuel Gómez Morin

 

Los mexicanos, sobre todo su clase política, padecen una grave confusión entre normas morales y normas jurídicas. El asunto tiene consecuencias que han atrofiado gravemente nuestro Estado de derecho, nuestra gobernabilidad. Incluso damos la impresión de ser un Estado fallido.

Al estudiar derecho se aprenden las diferencias entre normas que intentan regular las conductas de las personas. La ética carece de sanción, sólo atiende al reclamo de la conciencia, se refiere a la vida interna del sujeto y solamente plantea deberes.

Por su parte, las normas jurídicas son heterónomas, las dicta el Estado, establecen sanciones en caso de incumplimiento y son bilaterales, es decir, señalan deberes y derechos.

Todo lo queremos hacer con leyes, abusando de su expedición. Desgraciadamente, una y otra vez han demostrado su inutilidad, quedándose solamente en el papel. Las leyes no hacen mejores a los hombres, evitan o intentan evitar, mejor dicho, que seamos peores.

Como bien escribe el sociólogo Amitai Etzioni: “Jamás insistiré lo suficiente en que la voz moral pueda resultar mucho más compatible con un elevado nivel de autonomía —y por tanto con una buena sociedad— que la imposición de la ley”.

Alguna vez leí que en los sistemas totalitarios todo está prohibido, inclusive lo permitido; en un sistema autoritario, todo está prohibido excepto lo que está expresamente permitido; en un Estado de derecho todo está permitido, excepto lo que expresamente está prohibido y en un Estado con derecho relajado todo está permitido, inclusive

lo que está prohibido, como lamentablemente es nuestro caso.

¿En qué consiste hacer un buen gobierno? Desde luego, en que todos obedezcamos la ley. Lo primero que debe hacer un servidor público ante cualquier asunto es precisar los límites que el marco jurídico le impone.

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No puede hacer aquello para lo que no está autorizado.

Aquí, eso no sucede: primero se decide y después se

busca acomodar la ley y los hechos. El procedimiento está dañinamente invertido. Ahí está la falla de nuestra cultura política.

En vez de cumplir y hacer cumplir las leyes, predicamos sobre la necesidad de ser buenos. Ofrecemos constituciones morales y códigos de ética profundizando en la confusión de la que venimos hablando.

¡Qué paradoja! Se apela a la buena conciencia, pero se le ordena a la fuerza pública no actuar ante la flagrante violación de la ley.

Desde luego que se puede dar el caso de la objeción de conciencia y ejercer el derecho a la desobediencia, pero ésta es la excepción y no la conducta de todos los días.

Un buen gobierno debe tener legitimidad, garantizar la gobernabilidad y preservar la estabilidad.

Todo se refiere a que haya orden y, por lo tanto, saber a qué atenernos, que no es otra cosa que al imperio de la ley.

Padecemos una intensa diarrea legislativa, cuando el problema no es carencia de leyes. Se quita el fuero a funcionarios públicos, pero prevalece la impunidad.

¿Cuántas veces se ha pedido el desafuero de funcionarios de probada conducta ilícita sin resultados? Solamente en casos excepcionales ha procedido.

Ahora se miente con la ley. No se necesita inmunidad con un bien aceitado tráfico de influencias.

Se utilizan excepciones aberrantes. Por ejemplo, en la Reforma Educativa ya se hizo costumbre hablar de evaluaciones punitivas. Si una evaluación es reprobatoria y no tiene sanción, simplemente se convierte en un ejercicio estéril.

Ahí está nuestro primer deber: depurar el lenguaje y en el caso del derecho es esencial. Las leyes son palabras. De su claridad y respeto depende su eficacia.

En fin, el tema da para mucho y es de gran calado como suele decirse. Debemos insistir: violar la ley es inmoral. Ahí sí coinciden ética y derecho.