En mi pueblo, costeño, jacarandoso, divertido, había dos personajes muy singulares: el tío Lolo y el loco Joaquín. Ambos vivían en la misma vecindad, en pequeños cuartos de madera, aunque siempre decían que era su palacio. Registro algunos datos de estos personajes, por la gracia popular y como reconocimiento a conversaciones imaginarias y reales, que daban colorido a la vida cotidiana.
Eran muy populares y queridos entre viejos y jóvenes, porque siempre tenían tiempo para hacer los mandados que se les encargaban, desde ir por un refresco o las tortillas, esperar el gas o cuidar a algún chamaco que no se fuera a la calle.
El tío Lolo tenía la peculiaridad de que acostumbraba decir mentiras, nada de cuidado, excepto cuando se metía en la vida privada de los habitantes de esa vecindad, el microcosmo de una creciente ciudad que se iba urbanizando.
El loco Joaquín, hacía también todo tipo de encargos, aunque iba más lejos, al mercado incluso y barría las calles y los patios. Era un fanático del fútbol, en particular del América, lo que siempre le acarreaba discusiones con los comensales que iban a una fonda donde le daban de comer, en la misma vecindad.
Siempre había encuentros y desencuentros entre los dos, entre el tío Lolo y el loco Joaquín.
Discutían por todo, por los goles de los equipos, por las supuestas faltas de los jugadores, por los arbitrajes, por los percances en el juego, por el resultado y a veces tardaban días en ello. Porque los camiones hacían ruido en la calle, eran gritos de toda índole. Era muy divertido el espectáculo de palabras altisonantes, en donde cada uno pretendía ganarle al otro, con chispa, con insultos, sin llegar a los golpes.
Un día el loco Joaquín se apareció muy molesto, decía que el tío Lolo lo había estafado, que no decía la verdad y que no pagaba sus apuestas, que no iban más allá de un refresco o de unos pocos pesos.
Los insultos subían de nivel, el tío Lolo le decía al loco Joaquín que, en efecto estaba loco, pero que no comía lumbre, que no sabía ni de lo que hablaba y éste a su vez le respondía que el tío Lolo se hacía tonto o pendejo solo, un verso local que le atizaba, para hacerse de la vista gorda a lo que el loco le decía.
Otro día discutían de política, el deporte nacional, el loco Joaquín era un opositor consumado, en tanto que el tío Lolo era un defensor gubernamental contumaz.
El tío Lolo hablaba de las bondades del Gobierno, de todo lo que hacía en beneficio de los mexicanos, de los pobres y desamparados como él. El loco Joaquín le reviraba, decía que el gobierno no hacía nada, solo robaba y mentía. Cuando enfermaban, el loco Joaquín decía que ni loco iría al seguro, que nunca le atendían bien y que lo dejaban peor de cómo iba. El tío Lolo le aseguraba que siempre tenía la mejor atención, con mucha medicina para resolver sus males.
Sus discusiones sobre la democracia eran una verdadera introducción a la política, el loco Joaquín decía que el partido en el poder solo los engañaba y les prometía cosas que nunca cumplía, el tío Lolo afirmaba que la gente del poder era respetable, que siempre andaban limpios y que usaban vehículos, que les invitaban comidas y tenían reuniones con las mujeres más hermosas, que así eran los representantes de él, el pueblo.
Un día llegó a la fonda donde ambos comían, un policía uniformado, el loco Joaquín se reía, de que el uniforme no le quedaba bien y el tío Lolo que le llamaba la atención la pistola que portaba.
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De pronto entró un paisano y empezó a disparar contra el policía, quien cayó de inmediato y también logró herir a los otros dos comensales. Casi morían cuando se escuchó al tío Lolo decir que hubiese querido hacerse como siempre, y pasar de pendejo pero seguir viviendo y el loco Joaquín le decía, que él por eso estaba loco, para no caer en malos
pasos, ni ser dañado por los de la ley o los malhechores.
El policía había podido sacar su arma y dispararle al delincuente, y ambos se habían matado entre sí. Al final se oía al loco llorar y decir que estaba seguro que no se iba a morir, en tanto que el tío Lolo decía que iban a aguantar hasta que llegara la cruz roja. Lamentablemente, no llegó a tiempo, y así murieron el loco Joaquín y el tío Lolo, víctimas de una delincuencia vengativa. Habían sobrevivido a la pandemia de COVID, al huracán Otis, a la pobreza, pero no a la violencia criminal.
La prensa vespertina salió con sus ocho columnas: un loco y un pendejo mueren por estar en el lugar y la hora equivocados.
Ellos representaban una época que se iba muy rápido.