Mucho ha pregonado en los últimos días el presidente Andrés Manuel López Obrador sobre la decisión “humanista” de soltar al narcotraficante Ovidio Guzmán López para evitar la muerte de decenas de personas luego de las amenazas de los sicarios del Cártel de Sinaloa.
Para muchos, ésta fue una decisión cobarde y vergonzosa que dejó a las Fuerzas Armadas de México como el hazmerreír a nivel mundial; para otros, los más fieles obradoristas en su mayoría, repiten que fue la mejor opción pues, en su defecto, se hubiera desatado una masacre.
Y es que esta mañana el presidente y parte de su Gabinete de Seguridad –Alfonso Durazo y Luis Cresencio Sandoval– aceptaron las grandes fallas que se tuvieron aquel 17 de octubre pero continuaron apoyando la idea de que la retirada fue el mejor movimiento y revelaron que a decir verdad para un operativo de tal magnitud eran necesarios entre 2 mil y 3 mil militares altamente capacitados.
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Aunado a ello, dentro del informe de los hechos ocurridos en Culiacán, Sinaloa, hace dos semanas, se dio a conocer que el mandatario sí sabía sobre la operación y, junto a los demás altos mandos, a sabiendas de que no se contaba con el personal suficiente decidieron continuar, lo que no sólo incrementó el porcentaje de fallo, también expuso a los ciudadanos pero, sobre todo, envió como carne de cañón a militares, jóvenes mexicanos que servían a su país para realizar una detención que, de antemano, sabían que no resultaría.
Entonces, ¿dónde está todo ese amor por el pueblo mexicano del que tanto presume el tabasqueño si sabía que no podría con la operación y de todas formas decidió ejecutarla?
