Desaseo legislativo

La dignidad del derecho, la imponente majestad
del derecho auténtico, del derecho justo.

                Rafael Preciado Hernández

Lo que está en juego hoy es la racionalidad, el sentido común. Al pensamiento de Abraham Lincoln, “se puede engañar a todo el mundo algún tiempo… se puede engañar a algunos todo el tiempo… pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo”, habría que agregar: “Una persona, sobre todo en la política, sí se puede autoengañar todo el tiempo, toda su vida”. Es el caso de nuestro Presidente en su obsesión de cambiar todo y figurar en nuestra historia como el artífice de la mayor transformación que se haya dado en el ejercicio del poder.

Desafortunadamente, en su mayoría, los numerosos cambios son para mal, las consecuencias cada día lo prueban. Lo más alarmante son las reformas al orden jurídico, desde la creación de la Guardia Nacional, la revocación de mandato, la dolorosa contrarreforma educativa, el decreto para clausurar el penal de las Islas Marías (ver el ensayo de Sergio García Ramírez en la revista Siempre!), dejando sin efecto una ley emitida en 1939, hasta la Reforma Laboral, que, me temo, tendrán desastrosas consecuencias.

Las leyes en México casi nunca se han cumplido ni hemos sido un auténtico Estado de derecho. Desde la Independencia hemos soñado con los efectos mágicos de las normas, ignorando la técnica legislativa, sin saber para qué sirve el derecho, confundiendo los fines que debe perseguir y los valores a proteger.

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Los inicios de nuestra República se caracterizaron por una permanente inestabilidad. En realidad, nuestra vida institucional empieza después de la denominada “gran década”, cuando se promulga nuestra mejor Constitución (1857), hasta el 15 de julio 1867, fecha en que deberíamos celebrar el nacimiento del Estado mexicano. El presidente Benito Juárez pronunció ese día un discurso que puede calificarse de fundacional. Rescato unas palabras: “El bienestar y la prosperidad de la nación sólo puede conseguirse con un inviolable respeto a las leyes y con la obediencia a las autoridades elegidas por el pueblo”. Su gobierno y el de Sebastián Lerdo de Tejada fueron, con notables excepciones, apegados a los mandatos legales. Inclusive el porfiriato se caracterizó por generar grandes reformas para fortalecer a las instituciones, sobre todo en el aspecto financiero y fiscal, lo cual explica el desarrollo económico registrado en ese periodo, aunque, como en el presente, con grandes desigualdades sociales.

A partir de la Constitución de 1917 nuestro derecho ha sido manoseado irresponsablemente, con dos excepciones. En el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines se reformó la Constitución una sola vez para reconocer el derecho al voto a las mujeres. Las reformas de Carlos Salinas, al paso de los años, han resultado positivas, como el retorno de la banca a manos particulares, el fortalecimiento del Banco de México, el TLC, las relaciones Iglesia-Estado y el fin del reparto de la tierra.

Después de este apresurado repaso de nuestra historia jurídica, me atrevo a afirmar que nunca como hoy se ha atropellado a nuestras leyes de manera tan soez, alevosa, frívola e irresponsable, en la forma y en el fondo. Eso, desde luego, es corrupción.

El presidente López Obrador incurre en un grave error si piensa que estará a la altura de nuestros escasos buenos gobernantes, a los que pretende imitar, con su manera de implementar reformas.

Señalo algo más. El Poder Legislativo y los partidos políticos tienen los mismos deberes y están estrechamente ligados en sus responsabilidades de ser contrapeso a los excesos del Poder Ejecutivo. Se define al primero como el nexo entre la sociedad y el Estado y a los segundos como organizaciones que agrupan ciudadanos para la participación política. El desprestigio que hoy padecen es consecuencia del abandono de sus tareas elementales.