Cuando el poder se sube a la cabeza

Especial

En una total desconexión con la realidad, Cayo Julio César Augusto Germánico —mejor conocido como Calígula— se nombró dios en vida. Ordenó que se le rindiera culto como si fuera una deidad. Mandó construir templos con estatuas suyas en forma de Júpiter y exigió que se realizaran ofrendas y sacrificios. Por si esto fuera poco, trató de nombrar cónsul a su caballo favorito, Incitatus, y le construyó una villa con mármol y muebles de marfil. Un derrochador, a Calígula no le importaba que lo odiasen, con tal de que le temieran. ¿Y cómo no temer a un hombre que gozaba con la tortura y se jactaba de tener el poder absoluto de la vida y la muerte? Desde luego que terminó mal, igual que otros grandes soberbios en la historia.

La soberbia es la madre de todos los males y el primer pecado capital. Hace sufrir a quien la padece, y mucho más a quienes tienen el infortunio de cruzar sus caminos. En lo más profundo de su ser, los soberbios se creen superiores, más inteligentes que los demás y por encima de las reglas. Creen que lo saben todo y no necesitan de nadie, lo que se manifiesta con arrogancia, desprecio o falta de humildad. Por eso decía San Agustín: “La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano.”

“Desamistad digital”

Desde la antigüedad, la soberbia ha sido el talón de Aquiles de muchos reyes: Nabucodonosor II, rey de Babilonia, se jactó de sus logros hasta que, según la Biblia, Dios lo humilló haciéndolo vivir como una bestia salvaje; Luis XIV de Francia, el famoso “Rey Sol”, encarnó el absolutismo al declarar “El Estado soy yo”, creyéndose el centro del universo político; y Carlos I de Inglaterra, convencido de su derecho divino, cerró el Parlamento, gobernó por capricho y terminó ejecutado por traición al pueblo que debía representar.

La soberbia no sólo se encuentra en grandes personajes de la historia, también en políticos, artistas y gente de a pie con la que nos topamos todos los días. Boris Johnson, el político británico, organizaba tremendas parrandas en su residencia oficial durante el COVID, mientras imponía confinamientos a la población. El expresidente Andrés Manuel López Obrador se burló de científicos, ambientalistas, comunidades indígenas y organizaciones civiles que expresaron preocupaciones legítimas sobre la devastación ambiental que provocaría su Tren Maya, diciendo: “Los pseudoambientalistas, estos conservadores disfrazados, no nos van a detener.” Y no, no lo detuvieron, pero es una megaobra inútil que pagamos todos los mexicanos. Escuchar a los expertos era su obligación como mandatario; su soberbia se lo impidió.

Voces sin máscara

La soberbia no es solo un pecado o un defecto moral: es una ceguera del alma. Ciega al individuo ante sus propios límites, ante la dignidad del otro y, muchas veces, ante la realidad misma.

A veces, la soberbia no se viste de toga ni de trono. Se cuela en conversaciones cotidianas, en la necesidad de tener la última palabra, en esa incapacidad de pedir perdón o de reconocer que no sabemos algo. Todos hemos caído ahí alguna vez. La diferencia está en quienes se dan cuenta… y quienes se hunden con ella.

Ruin arquitecto es la soberbia; los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos.
—Francisco de Quevedo (1580–1645), escritor español.

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