Democracia, ¿representativa o directa?

Especial

México fue capaz de construir una
germinal democracia.

José Woldenberg

 

Se han interpretado mal las palabras de Mario Vargas Llosa, al decir que México era una dictadura perfecta. No aludía a la falta de democracia, más bien reconocía que con un sistema autoritario se lograba desarrollo y una aparente participación ciudadana.

El país era un caso excepcional de estabilidad política en América Latina, se gozaba de cierta legitimidad como gobierno, con un nivel precario de Estado de derecho y con el consenso ciudadano de que íbamos a estar cada vez mejor.
Desde luego, había muchas fallas, pero se presumía que iban a ser corregidas.
Había un discurso político y políticos profesionales que hacían su trabajo.

Desde su origen, el PNR, abuelo del PRI, fue concebido como una medida transitoria, un mecanismo perentorio que se prolongó más allá de lo previsto, lo provisional se tornó necesario y permanente.
Sin embargo, después de siete décadas permitió, mediante reformas paulatinas, lentas y defectuosas, el paso a la democracia.
Quedó atrás el viejo sistema del presidencialismo exacerbado y el partido hegemónico. Nuestra transición había iniciado sin rupturas, tersa, civilizadamente.

Uno de los problemas de los avances de la democracia es que, a pesar de ser de larga maduración, generan una ansiedad de cambio, propiciando reformas mal concebidas y peor ejecutadas que dan al traste con las expectativas ciudadanas y ocasionando retrocesos.

Desde 1824, nuestra democracia se definió como representativa aunque en pocas ocasiones fue así. Con la alternancia en el año 2000, se impulsaron reformas de participación directa, dándose una confrontación que ha causado enormes riesgos y claros indicios de resquebrajamiento del orden jurídico.

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En democracias más sólidas que las nuestras, las formas de participación directa están cimbrando sus cimientos (Reino Unido y el Brexit, España y el movimiento independentista de Cataluña). En nuestro caso, con irresponsabilidad, se asumen reformas comprobadamente utilizadas para fortalecer gobiernos populistas y que están dañando incluso nuestro Estado de derecho sin el cual, obviamente, no hay democracia.

Recientemente, participé en un merecido homenaje a Alonso Lujambio, a quien calificaría por su obra, como un gran teórico de parlamentarismo y la división de poderes. La destacada politóloga, Soledad Loaeza, nos ilustró con una reflexión en el sentido de que estamos en un proceso de desmantelamiento de nuestras instituciones.
La revocación de mandato, la consulta popular, la pésima reforma al Distrito Federal, que hoy es el gobierno de una ciudad desarticulada con alcaldías en manos de grupos caciquiles y corruptos, la embestida contra órganos constitucionales autónomos, regresivas reformas electorales, entre otros cambios, han deteriorado nuestra incipiente democracia.

A mi juicio, el reto político hoy es mejorar la democracia representativa. El Poder Legislativo federal y los estatales no tienen calidad. Efectivamente, muchas naciones enfrentan graves problemas, sólo superables cuando las instituciones parlamentan, discuten, argumentan y alcanzan acuerdos. Es vergonzante, el contraste de nuestras cámaras frente al desempeño de parlamentos de otros países, ya sea en regímenes presidenciales o en los parlamentarios.

El desprestigio y la degradación del debate político son palpables. No nos engolosinemos con cambios rápidos y mal instrumentados. Caminemos con precaución.
Si por mucho tiempo prevalecieron las inercias, que ahora no nos desequilibre el vértigo.

Que no nos mareen las demagógicas promesas de súbita madurez cívica. Cuando los cambios se precipitan, las regresiones nos amenazan. Aunque nos tachen de conservadores, vale la pena incidir e insistir en una mayor responsabilidad política.

Por poco que sea, no echemos a la basura lo que hemos logrado. México ya nos ha dado lecciones de intentos fracasados.