El éxito de la antipatía

Por Javier Marías

 

De vez en cuando ocurre. La mayoría de las personas con una dimensión pública, sobre todo políticos en campaña (pero no sólo), tratan de ser simpáticos y agradables por encima de todo. Sonríen forzadamente, procuran tener buenas palabras para todo el mundo, incluidos sus contrincantes y aquellos a quienes detestan; estrechan manos, acarician a los desheredados y a los niños, se prestan a hacer el imbécil en televisión y no osan rechazar un solo gorro o sombrero ridículos que les tienda alguien para vejarlos; intentan parecer “normales” y “buena gente”, uno como los demás, y su idea de eso es jugar al futbolín, berrear en público con una guitarra, tomarse unas cervezas o bailotear. Supongo que están en lo cierto, y que a las masas les caen bien esos gestos, o si no no serían una constante desde hace décadas, en casi todos los países conocidos. Y no veríamos a la pobre Michelle Obama cada dos por tres, canturreando un rap, haciendo flexiones o participando en una carrera de dueños de perros por los jardines de la Casa Blanca. Pero hay algo que no se compadece con estas manifestaciones de campechanía y “naturalidad”, que las más de las veces resultan todo menos naturales. (De hecho la simpatía verdadera no se suele percibir más que en alguna ocasión extraordinaria; en casi todos los personajes públicos se ve impostada, mero fingimiento, artificial.) Y la contradicción es esta: un número gigantesco de los tuits y mensajes que se lanzan a diario en las redes son todo lo contrario de esto. Comentarios bordes o insolentes, críticas despiadadas a lo que se tercie, denuestos e insultos sin cuento, maldiciones, deseos de que se muera este o aquel, linchamientos verbales de cualquiera –famoso o no– que haya dicho o hecho algo susceptible de irritar a los vigilantes del ciberespacio o como se llame el peligroso limbo.

Eso indica que hay millones de individuos que no profesan la menor simpatía a la simpatía, ni a los buenos sentimientos, ni a la tolerancia ni a la comprensión. Millones con mala uva, iracundos, frustrados, resentidos, en perpetua guerra con el universo. Millones de indignados con causa o sin ella, de sujetos belicosos a los que todo parece abominable y fatal por sistema: lo mismo execrarán a una cantante que a un torero (a éstos sin cesar), a un futbolista que a un escritor, a una estudiante desconocida objeto de su furia que al Presidente de la nación, tanto da. Cierto que la inmensa mayoría de estos airados vocacionales sueltan sus venenos o burradas sin dar la cara, anónima o pseudónimanente, lo cual es de una gran comodidad. Su indudable existencia explica tal vez, sin embargo, el “incomprensible” éxito que de vez en cuando tiene la antipatía, cuando alguien se decide a encarnarla.

Puede que al final el fenómeno quede en anécdota, pero ya han transcurrido muchos meses desde que el multimillonario Donald Trump inició su carrera para ser elegido candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, precisamente el país más devoto de la simpatía pública, posiblemente el que la inventó y exigió. Si se mira a Trump con un mínimo de desapasionamiento, no hay por dónde cogerlo. Su aspecto es grotesco, con su pelo inverosímil y unos ojos que denotan todo menos inteligencia, ni siquiera capacidad de entender. Su sonrisa es inexistente, y si la ensaya le sale una mueca de mala leche caballar (ay, esos incisivos inferiores). Sus maneras son displicentes sin más motivo que el de su dinero, pues no resulta ni distinguido ni culto ni “aristocrático”, sino hortera y tosco hasta asustar. En el pasado hizo el oso en un programa televisivo en el que su papel principal consistía en escupirles a los concursantes, con desprecio y malos modos: “¡Estás despedido!”, para regocijo de la canalla que lo contemplaba. El resto ya lo saben: como precandidato, ha denigrado a los hispanos sin distinción; a los musulmanes les quiere prohibir la entrada en su país, hasta como turistas; se ha mofado de un veterano de Vietnam por haber caído prisionero del enemigo; ha llamado fea a una rival, ha ofendido a la policía británica y ha lanzado groserías a una entrevistadora en televisión, y no cabe duda de que seguirá. Lejos de desinflarse y perder popularidad, ésta le va en aumento. Las nominaciones no están tan lejos, y hoy nadie puede jurar que el candidato republicano no será Trump. Si así ocurriera, y aunque después fuera barrido por Hillary Clinton o quien sea, la advertencia y el síntoma son para tomárselos en serio. Hay épocas en las que se venera lo desagradable, lo antipático, lo faltón y lo farruco, la zafiedad y la brutalidad, el desdén, el desabrimiento, el trazo grueso y la arbitrariedad. En las que el razonamiento está mal visto, no digamos la complejidad, la sutileza y el matiz. Hemos tenido ya prueba de ello en los duraderos éxitos de Berlusconi y Chávez, y aun del imitamonas Maduro en menor grado. También en el de Putin, aunque éste sea más disimulado. La penúltima vez que alguien no disimuló en el mundo occidental, que se permitió no ser hipócrita y esparcir ponzoña y anatemas contra quienes quería exterminar, bueno, casi los exterminó. El exceso de empalago trae a veces estas reacciones ásperas, y entonces los furibundos –son millones y ahí están, no haciéndose ver pero sí oír, y a diario– aplauden con fervor y votan al que se atreve a prestarles su rostro y a representarlos. Al energúmeno que por fin da la estulta cara por ellos.

Tomado de El País

http://elpais.com/elpais/2015/12/30/eps/1451476985_207631.html