Pequeña visión geopolítica sobre la paz en Ucrania

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Foto: ACFCS

El sigo XX dejó una lección importante: que la paz en el mundo depende de la existencia de un “balance de poder” en Europa (el continente donde comenzaron las dos guerras mundiales), entendido como la necesidad de evitar que una sola potencia domine a las demás. La lógica de la Guerra Fría ocasionó, además, una paz tensa, con el símbolo del muro de Berlín como permanente recordatorio entre las dos superpotencias.

Esa lógica cambió cuando la Unión Soviética se desintegró. El antiguo espacio soviético fue, pese a las promesas de George H. Bush de no hacerlo, ocupado por la OTAN. La sucesora de la URSS, Rusia, se vio pronto rodeada en su frontera sur. Rusia perdió de golpe una parte muy importante de sus anillos de seguridad.

Rusia fue capaz de mantener un espacio más tranquilo en el Sur de Asia, donde las siete repúblicas que integraban la URSS (Kazakstán, Uzbekistán, Azerbaiyán, Armenia, Tayikistán, Turkmenistán y Kirguistán) se han mantenido leales al Tratado que creó la Unión de Estados Independientes al desaparecer la URSS. Pero en la parte europea de su imperio la situación se haría muy distinta:  y quedó con 16 fronteras terrestres, que no eran nuevas, pero podían ahora ser potencialmente mucho más hostiles. Primero las tres repúblicas bálticas, que Stalin había anexado a la URSS se retiraron de inmediato de ella. Luego Polonia, la antigua Checoeslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumania y Albania se independizaron completamente, tomando caminos políticos distintos. Eran pérdidas imposibles de retener; no así el núcleo central, donde los ahora miembros de la OTAN colindan con lo que queda del segundo anillo, Bielorrusia, Moldavia y Georgia, que por su tamaño y neutralidad podían constituirse en una buena barrera de protección para Rusia, mientras mantengan al menos una razonable neutralidad. Evidentemente, la situación en  Ucrania -ese eterno coqueteo de sus políticos con la OTAN- trastocó ese modelo.

 

A la par de esta situación, Rusia se ha convertido en una potencia energética, de la que depende el suministro de gas a Europa. Rusia es, a la zaga de Estados Unidos y Arabia Saudí, el tercer mayor productor de petróleo del mundo. También el segundo de gas. Por ello, Ucrania lleva desde el primer año de la guerra exigiendo a la comunidad internacional limitar el precio del crudo ruso para así mermar sus ingresos, con los que alimenta la maquinaria bélica. Zelenski planteó un tope de entre 30 y 40 dólares en noviembre de 2022, un mes antes de que sus aliados internacionales en la UE y el G-7 establecieran un límite de 60 dólares. Esa posición es secundada por otros socios europeos particularmente beligerantes con Rusia, como Polonia o los bálticos. En marzo de 2024, Kiev volvió a presionar públicamente a sus socios —y, muy especialmente, a EEUU— para que redujeran ese tope hasta los 30 dólares. Entonces y hoy, el barril de crudo ruso cotiza muy por encima de esa cifra: en el entorno de los 70.

Se habla ahora del inicio de negociaciones de paz, que podrían conducir un mayor agravamiento o a una reducción de la tensión. La estrategia es doble: una diplomática, que pasa por profundizar las conversaciones con Rusia, lo cual Trump ha empezado a hacer; y otra económica, que pasa por hacer bajar el precio del petróleo y, así, presionar a Moscú, cuyo gasto militar se sostiene en gran medida gracias a la exportación de hidrocarburos. Pero ahí, Estados Unidos no contaba con el beneplácito de los países árabes, que no quieren un precio del barril pro debajo de los 60 dólares.

La realidad es tozuda y mirar los mapas suele aportar mucha claridad. El trágico conflicto que tiene lugar en Ucrania seguramente no concluirá mientras no se aborde seriamente la cuestión de fondo, que no es otra que la fijación definitiva de las fronteras de Europa, pendiente desde el fin de la Guerra Fría.