#MásPoesía Jaime Torres Bodet

Continuidad

 

No has muerto. Has vuelto a mí. Lo que en la tierra

-donde una parte de tu ser reposa-—

sepultaron los hombres, no te encierra;

porque yo soy tu verdadera fosa.

 

Dentro de esta inquietud del alma ansiosa

que me diste al nacer, sigues en guerra

contra la insaciedad que nos acosa

y que, desde la cuna, nos destierra.

 

Vives en lo que pienso, en lo que digo,

y con vida tan honda que no hay centro,

hora y lugar en que no estés conmigo;

 

pues te clavó la muerte tan adentro

del corazón filial con que te abrigo

que, mientras más me busco, más te encuentro.

 

2

Me toco… Y eres tú. Palpo en mi frente

la forma de tu cráneo. Y, en mi boca,

es tu palabra aún la que consiente

y es tu voz, en mi voz, la que te invoca.

 

Me toco… Y eres tú la que me toca.

Es tu memoria en mí la que te siente:

ella quien, con lágrimas, te evoca;

tú la que sobrevives; yo, el ausente.

 

Me toco… y eres tú. Es tu esqueleto

que yergue todavía el tiempo vano

de una presencia que parece mía.

 

Y nada queda en mí sino el secreto

de este inmóvil crepúsculo inhumano

que al par augura y desintegra el día.

 

3

Todo, así, te prolonga y te señala:

el pensamiento, el llanto, la delicia

y hasta esa mano fiel con que resbala,

ingrávida, sin dedos, tu caricia.

 

Oculta en mi dolor, eres un ala

que para un cielo póstumo se inicia;

norte de estrella, aspiración de escala

y tribunal supremo que me enjuicia.

 

Como lo eliges, quiero lo que ordenas:

actos, silencios, sitios y personas.

Tu voluntad escoge entre mis penas.

 

Y, sin leyes, sin frases, sin cadenas,

eres tú quien, si caigo, me perdonas,

Si me traiciono tú quien te condenas…

 

Y quien, si te olvido, me abandonas.

 

4

Aunque si nada en mi interior te altera,

Todo -fuera de mí- te transfigura

y, en ese tiempo que a ninguno espera,

vas más de prisa que mi desventura.

 

Del árbol que cubrió tu sepultura

quisiera ser raíz, para que fuera

abrazándote a cada primavera

con una vuelta más, lenta y segura.

 

Pero en la soledad que nos circunda

ella te enlaza, te defiende, te ama,

mientras que yo tan sólo te recuerdo.

 

Y, al comparar su terquedad fecunda

con la impaciencia en que mi amor te llama,

siento por primera vez que te pierdo.

 

5

Porque no es la muerte orilla clara,

margen visible de invisible río;

lo que en estos momentos nos separa

es otro litoral, aun más sombrío.

 

Litoral de vida. Tierra avara

en cuyo negro polvo ávido y frío,

del naufragio que en ti me desampara

inútilmente busco un resto mío.

 

Es tu presencia en mí la que me impide

recuperar la realidad que tuve

sólo en tu corazón, cuando latía.

 

Por eso la existencia nos divide

tanto más cuanto más tiempo en mi alma sube

la vida en que tu muerte se confía.

 

6

Sí, cuanto más te imito, más advierto

que soy la tenue sombra proyectada

por un cuerpo en que está mi ser más muerto

que el tuyo en la ficción que lo anonada.

 

Sombra de tu cadáver inexperto,

sombra de tu alma aún poco habituada

a esa luz ulterior a la que he abierto

otra ventana en mí, sobre otra nada…

 

Con gestos, con palabras, con acciones,

creía perpetuarte y lo que hago

es lentamente, en todo, deshacerte.

 

Pues para la verdad que me propones

el único lenguaje sin estrago

es el silencio intacto de la muerte.

 

7

Y sin embargo, entre la noche inmensa

con que me ciñe el luto en que te imploro,

aflora ya una luz en cuyo azoro

una ilusión de aurora se condensa.

 

No es el olvido. Es una paz más tensa,

una fe de acertar en lo que ignoro;

algo -tal vez- como una voz que piensa

y que se aísla en la unidad de un coro.

 

Y esa voz es mi voz. No la que oíste,

viva, cuando te hablé, ni la que al fino

metal del eco ajustará en su engaste,

 

sino la voz de un ser que aún no existe

y al que habré de llegar por el camino

que con morir tan sólo me enseñaste.

 

8

Voz interior, palabra presentida

que, con promesas tácticas, resume

-como en la gota última, el perfume-—

en su paciente formación, la vida.

 

Voz en ajenos labios no aprendida

-¡ni siquiera en los tuyos!-; voz que asume

la realidad del alba estremecida

que alcanzaré cuando de ti me exhume.

 

Voz de perdón, en la que al fin despunta

esa bondad que me entregaste entera

y que yo, a trechos, voy reconquistando;

 

voz que afirma tan bien lo que pregunta

y que será la mía verdadera

aunque no sé decir cómo ni cuándo…

 

9

¿Ni cuándo?… Sí, lo sé. Cuando recoja

de la ceniza que en tu hogar remuevo

esa indulgencia inmune a la congoja

que, al fuego del dolor, pongo y atrevo.

 

Cuando, de la materia que me aloja

y cuyo fardo en las tinieblas llevo,

como del fruto que la edad despoja,

anuncie la semilla el fruto nuevo;

 

cuando de ver y de sentir cansado

vuelva hacia mí los ojos y el sentido

y en mí me encuentre gracias a tu ausencia,

 

entonces naceré de tu pasado

y, por segunda vez, te habré debido

—en una muerte pura— la existencia.

 

Tomado de la antología de Juan Domingo Argüelles: Poesía mexicana. De la época prehispánica a nuestros días.