El miércoles pasado, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, hizo un llamado desde Hidalgo para conformar un “frente amplio” para buscar la paz, y exhortó a dejar de lado las diferencias políticas para concentrarnos en abatir la inseguridad.
Estoy de acuerdo con él o, cuando menos, en la interpretación que hago de su mensaje: la construcción de la paz nos concierne a todos y no podemos dejar que nuestras filias y fobias nos distraigan en ese propósito, pues si lo permitimos los únicos que van a triunfar serán los criminales. A efecto de aterrizar en la acción esta convocatoria presidencial, propongo los siguientes puntos en los que, ojalá, podamos coincidir:
La violencia criminal nos afecta a todos, al margen de nuestro ingreso, origen familiar, estilo de vida y postura ideológica. Lo mismo asaltan e incluso matan a quien viaja en un auto de lujo, que a alguien que se mueve en un vehículo destartalado del transporte público. Lo mismo extorsionan al dueño de un negocio con cientos de empleados que a la familia que maneja una fonda. Lo mismo secuestran a un acaudalado empresario que a un asalariado de bajos ingresos.
La violencia criminal no surgió y se expandió por el país por un solo motivo. Detrás de ella hay razones de índole socioeconómica, igual que la falta de aplicación de las leyes. Tampoco ha sido resultado de las acciones u omisiones de un solo partido. Quizá todos hayamos contribuido en alguna forma, incluso involuntariamente y hasta por desinterés, en la multiplicación de los delitos. En las diferentes regiones del país, el origen de la ola criminal y sus características tienen sus particularidades.
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Las soluciones de corto, mediano y largo plazos que, de común acuerdo, se decida poner en marcha para acabar con la violencia deben contar con el apoyo de todos los partidos y organizaciones de la sociedad civil. Debemos señalar juntos al enemigo común –la criminalidad– y encararlo a una sola voz. En ningún caso ha de justificarse una violación a la ley. Debe asignarse el presupuesto suficiente para este propósito, pues ningún plan de país puede salir adelante mientras no se respete el Estado de derecho, es decir, el conjunto de normas que nos hemos dado para convivir.
Los insultos y las descalificaciones deben cesar. También, el cálculo político de quién se beneficiaría si logramos enderezar el barco de la seguridad pública. Los desacuerdos son parte de la democracia, sí, pero éstos deben procesarse dentro de la civilidad y las instituciones. Y me parece que tenemos que poseer la capacidad de minimizarlos o al menos ponerlos de lado mientras no logremos superar un problema que nos acecha a todos y que pone en entredicho la viabilidad del país.
Ésta es una lista, sin duda incompleta, de lo que –a mi juicio, al menos– debiéramos estar haciendo frente al gravísimo problema de la inseguridad. Escenas como la de Cuernavaca, el miércoles pasado, nos tendrían que hacer ver cómo se nos está deshaciendo el país en las manos.