Una querida compañera de trabajo, con quien laboré hace 20 años, me contaba sobre las penurias que había vivido en Cuba, su país natal.
Muchas de sus anécdotas eran hasta graciosas. Y lo digo porque ella se reía al recordarlas. Por ejemplo, cuando cumplió 15 años, su madre le cosió un vestido con un viejo paracaídas soviético y cada uno de sus amigos le regaló un huevo.
—¿Un huevo?
—Sí, un huevo.
—¿Te hiciste un omelette?
—No, chico, batimos las claras y con el merengue cubrimos el pastel de madera que me hizo el carpintero.
Total, mi amiga tuvo su foto de quinceañera.
No menos hilarante era la crónica de su viaje a Angola. Como canta muy bien y toca la guitarra y su sueño siempre había sido salir de la isla, respondió a un anuncio de la Juventud Comunista que buscaba artistas para amenizar a los soldados cubanos que peleaban en la guerra civil de aquel país.
“Fue como un mes de travesía. Cuando llegamos a las islas Canarias, tapiaron los portillos con tablas para que a ninguno de nosotros se le ocurriera desertar. Hartos de no pisar tierra firme, por fin un día llegamos. Estábamos todos felices de desembarcar. Pero entonces nos avisaron que se había acabado el conflicto y que los soldados cubanos se retiraban. Y con ellos emprendimos el regreso, sin haber visto siquiera cómo era Angola”.
Mi amiga, que hoy es una celebridad de la televisión en Miami, estallaba en carcajadas cuando contaba esa y otras historias de su vida en Cuba.
Un día, caminando por la Lincoln Road, señaló al hombre que cuidaba la cadena de un centro nocturno. “Mira –me dijo–, ése era uno de los principales guardaespaldas de Fidel. Era el que impedía que Dalia entrara en sus aposentos cuando estaba con otra mujer”.
Había un solo capítulo de su vida del que le costaba trabajo hablar. Un día de 1980, su padre entró corriendo en la embajada de Perú en La Habana, que acababa de ser asaltada por un grupo de civiles a bordo de un autobús público.
Eventualmente, se convirtió en uno de los marielitos y nunca volvieron a verlo. A partir de ahí, la vida de la familia se volvió un infierno. Su casa, en el poblado de Güines, fue rodeada por una turba vociferante. “Gusanos”, coreaban, “traidores”. El asedio duró varios días.
A cargo de la gritería estaba el Comité de Defensa de la Revolución de su cuadra. Los CDR, como se les conoce, fueron creados en 1960 –al año siguiente del triunfo de la Revolución Cubana–, como un sistema de vigilancia de los habitantes de la isla.
Los CDR se encargaron de detectar la presencia de disidentes. Un vecino de mi amiga fue delatado y detenido por haber platicado que había soñado que mataba a Fidel Castro. También han sido los responsables de censar a los pobladores y mandar de vuelta a sus comunidades de origen a aquellos que residen sin permiso en la capital.
Pero esos comités no han sido sólo eso, sino centros de adoctrinamiento del régimen. En sus reuniones se leía y comentaba el más reciente artículo o discurso del “comandante”.
Hoy en día, están muy venidos a menos. Son una reliquia de una revolución que ha abierto sus puertas de par en par al capitalismo.
Pero esa red de espionaje y propaganda no deja de tener admiradores entre trasnochados izquierdistas del extranjero.
Un ejemplo son los panegiristas del gobierno mexicano que esta semana anunciaron, en un acto bastante histriónico, la creación de los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación (sic).
No es un nombre muy original, pero sí muy revelador de los deseos de un sector del oficialismo de acabar con las libertades y someter a los habitantes de este país a los designios del régimen.
Le deseo muy felices fiestas y un próspero 2020. Esta Bitácora volverá a publicarse el lunes 6 de enero.