División de Poderes

Entre viernes y sábado, el Poder Judicial mostró que tiene criterio propio y que puede funcionar como control del Ejecutivo y el Legislativo.

Primero fue la Suprema Corte de Justicia, que admitió a trámite las quejas que recibió sobre la aplicación de la Ley de Remuneraciones —promovida por el presidente Andrés Manuel López Obrador y aprobada por las bancadas de Morena en el Congreso— que establece que ningún funcionario, incluidos los integrantes del Poder Judicial, podrá ganar más que el Ejecutivo.

Al día siguiente, por cuatro votos a tres, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, ratificó el triunfo de la panista Martha Erika Alonso, pese a que el proyecto a discusión —elaborado por el magistrado José Luis Vargas y calificado como una concesión a Morena— proponía la anulación de los comicios para gobernador en Puebla.

Más allá de que cualquier ciudadano tiene derecho a criticar y argumentar en contra de lo realizado por esas dos instancias, éstas mostraron su autonomía de los otros Poderes y de la parte de la opinión pública que coincide en todo con López Obrador.

Esa independencia es una característica básica de la división de Poderes y el funcionamiento de la democracia.

“Si el Legislativo y el Ejecutivo son una sola institución, no habrá libertad”, escribió Montesquieu, en cuyas ideas se funda la separación de Poderes. Y añadió: “Tampoco la habrá si las autoridades judiciales no están separadas de las legislativas y las ejecutivas”.

Montesquieu creía que la existencia de esas tres ramas impediría la aprobación y aplicación de leyes tiránicas, pues los otros dos Poderes controlarían al tercero.

México vivió demasiado tiempo una realidad en la que el Legislativo y el Judicial eran meros apéndices del Ejecutivo. A partir de finales de los años 90, el Presidente de la República dejó de ordenar al Congreso y al Poder Judicial qué hacer. No fue una graciosa concesión, sino resultado de largas luchas de las que fueron parte muchos miembros del partido que hoy está en la Presidencia de la República y tiene la mayoría en el Congreso de la Unión.

Resulta extraño escuchar hoy a quienes marcharon por la separación de Poderes hace tres décadas declarar a favor de un Ejecutivo omnímodo que someta al Legislativo y al Judicial.

Quizá por la verticalidad del mando que se ejerce en Morena y el que ese partido esté organizado en torno de un solo hombre, los legisladores de la mayoría han decidido abdicar de su criterio y hacer del país una calca de la organización en que militan.

Sin embargo, el Poder Judicial no se integró por la misma ola electoral que llevó a Morena a ganar la Presidencia y la mayoría en las dos Cámaras del Congreso y es afortunado que los ministros de la Corte, los magistrados del Tribunal Electoral y los juzgadores en general no se comporten como subordinados del Ejecutivo.

Decir esto no implica necesariamente compartir todas sus decisiones. Pero, en el sistema democrático, sí implica para el Ejecutivo dos cosas: el acatamiento de los mandatos del Poder Judicial y el respeto a la autonomía de los jueces.

El fin de semana leí con preocupación que miembros del partido de gobierno planeaban una manifestación contra el Poder Judicial. Y si bien es cierto que cualquier mexicano puede hablar en contra de las decisiones de los jueces, protestas como esa, si tienen la bendición de los otros dos Poderes —o si, peor aún, son organizados por alguien que forma parte de éstos—, significan una interferencia que afecta al sistema democrático.

De forma similar, sería equivocado exigir al presidente López Obrador y a su gobierno no criticar las resoluciones de los jueces. El propio Montesquieu decía que donde no hay barullo, seguramente no hay libertad.

Pero el mandatario sabe que su palabra no es una más en el contexto de la libertad de expresión de que gozamos todos legalmente.

En ese sentido, considero equivocado decir que a los ministros de la Corte los mueve la deshonestidad y que mejor quiten el retrato de Juárez de su sede.

Cuando él habla contra los jueces o contra ciudadanos en particular —por ejemplo, periodistas— su palabra no tiene el peso de la de cualquier persona, sino uno mucho mayor.

Más aun si consideramos que la palabra de este Presidente es atendida por sus correligionarios —incluidos los legisladores de Morena— como si fuese la ley misma.

Por eso, el Ejecutivo debe medir lo que dice. Tiene derecho a impulsar sus políticas, pues ganó legítimamente las elecciones —y, además, con una amplia mayoría— pero, al hacerlo, debe proteger la democracia y la división de Poderes, pues éstos son el valor más grande que tiene la República.