¿Por qué es malo etiquetar el presupuesto?

Porque distorsiona la función legislativa. Las tareas primigenias del Congreso son representar, legislar y controlar al Ejecutivo, no crear proyectos específicos de obra pública o ponerle nombre y apellido a los programas públicos. En materia presupuestaria, el llamado “poder de la bolsa” del Congreso consiste en garantizar que el presupuesto refleje las prioridades del Plan Nacional de Desarrollo y luego supervisar que el gasto se ejerza con oportunidad, honestidad y eficacia.

Ciertamente el Congreso tiene la facultad de modificar el proyecto que le somete el Ejecutivo y comúnmente lo hace. Incluso, puede señalar proyectos que requieren más recursos o pedir que se asignen más fondos al campo o la educación como lo hace año con año. Pero etiquetar recursos significa pedir que se haga una alberca aquí o una cancha de básquet allá o que se construya un puente más allá. Significa invadir las facultades de planeación del Poder Ejecutivo y confundir los roles: uno planea y gasta, el otro aprueba el presupuesto y supervisa que se ejecute correctamente.

Etiquetar presenta varios problemas. Por una parte, se presupuesta con la mirada en el ombligo propio, no en el interés general o con una lógica de desarrollo nacional. Cada legislador que etiqueta piensa en el interés particular de su pueblo o colonia (en el mejor de los casos), pero algunos lo hacen para ayudar a su compadre o aliado político. Se suman así cientos de pequeños proyectos, muchos de ellos sin viabilidad técnica ni beneficio social, que ayudan a juntar los votos a favor del presupuesto pero que contaminan el poder del Congreso: en lugar de que sirva para que el gobierno gaste bien, se usa para que los diputados alimenten clientelas.

Muchos diputados aducen que la gestoría de recursos es parte de su labor y que los electores exigen obra, varillas, cemento, becas e incluso dinero en efectivo. Bajo esa lógica se ha gestado otra práctica perniciosa: la de dar fondos para gestoría social para que diputados los repartan bajo su mejor albedrío. Cada vez más Congresos en el país dan partidas millonarias a sus legisladores (con mecanismos de comprobación muy laxos) para que repartan materiales de construcción, dinero o lo que les venga en gana. Algunos lo usan para dar apoyos a sus comunidades; otros pueden simplemente meterlo a su cartera personal.

Hacer lo que algunos grupos sociales demandan no es la guía correcta. “Si no les llevo varilla o despensas no me reciben en el pueblo”, he escuchado decir a varios legisladores. “A la gente no le interesa saber las leyes que voto, sino las cosas que les llevo”, me dijo un amigo hace poco. “Las reformas estructurales no le interesan a la gente, sino las becas que les doy para sus hijos”.

Cuando un legislador presta más atención a los fondos que puede repartir o a las labores de gestoría social que hace con dinero público se distrae de su función central de revisar que el presupuesto en su conjunto cumpla las metas de desarrollo del país, de revisar que los programas sociales sean efectivos o de analizar los cientos de partidas del presupuesto. Desde que surgió la perniciosa práctica de etiquetar a mediados de la década pasada, notoriamente durante la negociación del presupuesto de 2005, la actividad de la Cámara de Diputados se concentra más en negociar esas partidas dejando de lado la revisión integral del paquete económico.

Durante la negociación del PEF 2016 poca información se tuvo de la evaluación que se hizo de los programas sociales. Tampoco se supo si la Comisión de Presupuesto analizó los informes de la Auditoría Superior de la Federación para asignar fondos federales a las entidades del país (muchas participaciones son desviadas año con año). Tampoco se sabe si se revisó con detalle la política de inversión de Pemex, por ejemplo. En contraste, los medios dieron amplia cobertura a la etiquetación de recursos y la asignación de 10 mil millones de pesos para el Fondo para el Fortalecimiento de la Infraestructura Estatal y Municipal.

Este fondo sustituye a tres que se habían creado en los últimos años para la etiquetación: pavimentación y desarrollo municipal, infraestructura deportiva y cultura, que los diputados solían asignar libremente a gobiernos municipales y estatales. Esos fondos habían sumado alrededor de 11 mil millones de pesos cada año y estimularon la industria de sobornos o “moches” porque algunos alcaldes y gobernadores ofrecen recompensa a cambio de recibir mayor presupuesto.

El nuevo fondo limitará la corrupción porque ahora los diputados ya no pueden elegir proyectos sino sólo decidir a qué municipio o entidad se canaliza. La Secretaría de Hacienda emitirá disposiciones para que los estados y ayuntamientos presenten proyectos y puedan gastarlos en pavimentación, mantenimiento de vías, drenaje y alcantarillado, alumbrado, espacios culturales y deportivos, entre otros.

¿Un paso adelante? Sí y no. Por una parte se contiene la improvisación porque los diputados ya no inventarán proyectos para gastar y serán los mismos gobiernos los que presenten proyectos a principios de 2016. Sin embargo, mantuvieron la facultad de escoger municipios o entidades para canalizar 20 millones de pesos por cabeza.

¿Acaso no era mejor que el susodicho Fondo canalizara sus 10 mil millones de pesos mediante una fórmula de población, rezago social o integridad de sus finanzas públicas? ¿No habría sido mejor premiar a los ayuntamientos que han cumplido con ciertos programas, por ejemplo, la armonización contable? ¿Podrán los ayuntamientos presentar proyectos viables y útiles en pocas semanas? ¿Se gastarán bien esos 10 millones de pesos?

 

Tomado de El Financiero