La ley que no queremos

Los mexicanos no queremos que haya imperio de la ley. Claro que no lo decimos así, porque se oye feo. Pero la verdad es que no sabríamos qué hacer con ella. No cabe duda que somos perfectamente capaces de cumplirla, como ocurre cuando vamos a Estados Unidos, el país al que más mexicanos han ido, y en donde la inmensa mayoría se transforma, al grado de ser más cumplidores de la ley que los mismos estadounidenses. Pero eso es allá. Acá es diferente.

La razón, creo yo, es que acá aprendemos desde niños otra cosa, no el cumplimiento de la ley. Acá aprendemos desde niños a negociar. Lo aprendemos viendo a nuestros papás llegar a un arreglo con el agente de tránsito o el funcionario de la ventanilla; lo aprendemos viendo a hermanos mayores, primos y amigos, acordar con el maestro un mejor trato, una calificación menos grave, un trabajo más sencillo. Sabemos desde la más tierna infancia que no hay nada que no se pueda negociar, especialmente si se actúa como si se fuese más importante que los demás, parando el carro donde nos convenga, dando vuelta en donde nos parezca, acercándonos a la taquilla por el lado de la fila, convenciendo al responsable de que nos consiga mesa antes, o cita con el médico, o lo que sea.

¿Por qué nos sorprende que esa misma actitud se aplique en contratos, licitaciones o contrataciones gubernamentales? ¿Es que deberíamos actuar diferente? Y no se vale decir que se trata de cosas distintas, y que no es igual abusar de los demás en un trámite simple, en el tráfico o en un negocio de millones de dólares. La actitud es la misma, si bien la oportunidad difiere.

También aprendimos en el siglo XX mexicano que el camino al éxito pasaba por la política, ya fuera directamente, o a través de un pariente o amigo. Todas las fortunas venían del poder. Claro que se podía tener una vida holgada sin entrar en componendas, pero no más que eso. Algo ha cambiado, sin duda, en los últimos 35 años, aunque los jóvenes ni lo imaginen. Era peor antes.

Me parece que es imposible resolver lo que llamamos corrupción sin atender a ese comportamiento tan natural en México. Es decir, la corrupción es un caso específico de la ilegalidad. El más grave en volumen y en ejemplo, pero no diferente en su esencia. No se me ocurre cómo podríamos impedir los engaños o comisiones por fuera (que como sabemos también ocurren en Europa y Estados Unidos) si no podemos crear un castigo social para ellos. Y ese castigo es imposible si cada uno de los mexicanos hace exactamente lo mismo. En menor escala, pero sólo por falta de oportunidad.

Reitero, para que no se entienda mal: nuestro comportamiento no es inherente a nosotros, sino aprendido. Cuando salimos, cambiamos, de la misma forma que muchos que llegan, aprenden los malos modos. Y también me parece que la corrupción es sólo el caso más espectacular de una forma de vida, y que por lo mismo no puede desaparecer sola. Si despreciamos los derechos de los demás (de propiedad, de tránsito, de costumbres), es porque creemos que nosotros somos más importantes, y por eso las leyes no se aplican a nosotros, como si fuésemos príncipes. Lo que está detrás de la corrupción y la cultura de la ilegalidad es la permanencia de los privilegios.

Regreso a un tema frecuente: nuestro problema es que no queremos considerarnos todos iguales. Y sin eso, ni la democracia ni el mercado ni el Estado de derecho pueden funcionar.

El autor es profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey.

Twitter: @macariomx