Francisco contra el demonio

Para Enrique Maza y Luis Morfín, jesuitas.

En la casa de mi abuela materna, en Michoacán, junto al aldabón de madera para cerrar la puerta, estaba una misteriosa imagen oscura de Ignacio de Loyola vestido con su hábito y bonete negro, con una orden tajante para el demonio: “no entres”. El fundador de los jesuitas era, según rezaba el letrero, el mayor enemigo en el mundo de satanás.
¿Pero qué es el demonio para un Papa reformador y moderno?, ¿el diablo del siglo XXI es el mismo de la Edad Media?, ¿es un cuento del catecismo católico o una realidad?, ¿existe el diablo? No lo sé. Pero a juzgar por sus palabras, el Papa Francisco, como buen jesuita, le declara la guerra una y otra vez. Le reta y le espeta: “no entres”. Francisco entiende que la Compañía de Jesús tiene la tarea de vencerlo. Y en tierra mexicana el Pontífice quiere revancha. ¿Acaso ese satán no provocó unas enormes heridas a los jesuitas cuando el rey Carlos III los expulsó del territorio de la Nueva España en 1767, o cuando fusilaron al padre Miguel Agustín Pro, en medio de la guerra cristera, en 1927? Tampoco lo sé. Pero su capitán general, Bergoglio, en Ecatepec advirtió no caer en la tentación de dialogar con el demonio, y en Morelia dijo que la resignación es su arma favorita.
Si ese luzbel existe es una ausencia, un abandono, una mutilación, es “la privación de un bien” como diría Tomás de Aquino. Y en ese sentido, Michoacán es un doloroso escenario del mal: secuestros, extorsiones, descabezados, cadáveres, autoridades que simularon cumplir la ley, desorden. ¿Cómo olvidar las explosiones terroristas de aquel fatídico 15 de septiembre del 2008?, ¿cómo obviar la subcultura de la muerte sembrada por el narcotráfico, cómo no reconocer el miedo sentido y resentido por miles de michoacanos? ¿Cómo callar la denuncia a esa sociedad del desprecio que cosecha el relativismo moral y la “cosificación” de las personas? Hizo bien el obispo de Roma en visitar la ciudad natal del cura Morelos.
¿Qué hacer para vencer al mal? En Michoacán el Papa parece haber confiado la tarea a un no-jesuita, un verdadero exorcista de la “cultura del descarte” de la personas: don Vasco de Quiroga.
Don Vasco nació en Madrigal de las Altas Torres en España, fue abogado y juez en la época de la reina Isabel la Católica, quien le mandó a la Nueva España, como miembro de la segunda Audiencia. Fundó los hospitales de Santa Fe en la Ciudad de México y en Michoacán, y el Colegio de San Nicolás, embrión de la Universidad Michoacana.
Tata Vasco es uno de esos “hombres frontera”, forjador del mestizaje mexicano, capaz de abrazar lo europeo y lo purépecha, lo medieval y lo renacentista, llegó laico a América y murió sacerdote.
Conoció perfectamente los verbos del mundo de la leyes: demandar, argumentar, debatir, resolver, sentenciar; y los sustantivos del mundo de la religión: dios, dignidad y bien común. Fue un hombre pragmático, concilió los intereses de todos: indios, españoles, rey e iglesia.
El testimonio de trabajo y reconciliación que realizó el primer obispo de Michoacán, en la ribera del lago de Pátzcuaro, ha conmovido a lo largo del tiempo a personas diametralmente opuestas, como el historiador Silvio Zavala cuya bandera, podríamos decir, fue la libertad, o el obispo Sergio Méndez Arceo que empuñó un reclamo de justicia. Sólo alrededor de la veneración a don Vasco de Quiroga se podría entender aquel histórico regaño de Juan Pablo II al poeta y teólogo de la liberación nicaragüense Ernesto Cardenal, quien le dedicó un enorme poema a Tata Vasco, y la visita que hizo el Papa Francisco a la tumba de Samuel Ruiz en Chiapas.
Octavio Paz afirmó que México nació “desgarrado entre la utopía y la acción”. Don Vasco no abonó a esa rasgadura. No fue un fanático de la imitación española, ni patrocinó a los señoríos feudales locales; tampoco animó liberaciones con luchas de clases. Nunca coqueteó con la violencia. Fue un “fundador”. Un “principio-esperanza”. Un verdadero Padre para liberar, no un caudillo para amaestrar.
Alguno de sus biógrafos afirma que don Vasco, ya obispo de Michoacán, escribió una carta al sucesor de Ignacio de Loyola, Diego Laínez, segundo General de la Compañía de Jesús, para que mandara urgentemente misioneros jesuitas a Michoacán. Quizá don Vasco sintió a lucifer cerca de Janitzio y pidió ayuda. Quiero pensar que la presencia del Papa ayer en Morelia es parte de la respuesta a Tata Vasco: la “ausencia de bien” no triunfará en esa tierra noble michoacana.