El buen vecino

Más de una vez el filósofo Alejandro Rossi, que durante sus últimos años me recibía cada jueves para conversar en serio sobre lo humano y lo humano (que no lo divino), me dijo que Estados Unidos deberían agradecer de rodillas al arquitecto del universo por tener a México como vecino. Razones de gratitud no les faltan: perdida la mitad de su territorio en 1847, víctima de una guerra ignominiosa que fue condenada por las mentes estadounidenses más lucidas, los nada casualmente llamados hasta la fecha Estados Unidos Mexicanos, se resignaron y sus liberales, triunfantes en 1867 contra la invasión francoaustríaca, siempre creyeron tener en los norteamericanos —saliendo de su guerra de secesión— a sus valedores contra las ambiciones monárquicas europeas en nombre de una Doctrina Monroe invocada por primera vez en beneficio de México. En efecto, a Washington le parecieron ofensivas las intenciones imperiales de Napoleón III y reconoció diplomáticamente a Juárez, pero uno y otro bando, al norte del Río Bravo, continuó vendiéndole armas, no sólo a los mexicanos, sino a los franceses.

Pese a la comprensible germanofilia de la opinión pública nacional, Carranza rechazó en 1917 la oferta desencriptada en el telegrama Zimmermann donde el Reich le ofrecía a México la devolución de algunos de los territorios perdidos en 1847 a cambio de abrirle a Estados Unidos un frente en el sur, declarándole la guerra. El Primer Jefe, temeroso de entrar en un conflicto bélico sin fin con los vecinos cuando apenas estaba ganando la Revolución, se negó. Y en 1938 se expropió el petróleo perjudicando a algunas compañías norteamericanas que alentaron un boicot contra México, lo cual no fue óbice para que el país le declarara la guerra al Eje, otra vez con la opinión pública en contra. La victoria de Estados Unidos, sobre todo en la guerra del Pacífico, hubiera sido imposible sin los miles de braceros que sustituyeron en el campo estadounidense a la mano de obra empleada en la industria militar y en el propio ejército. México, además, es un país católico —y no musulmán— donde la inquina contra el protestantismo ha descendido junto a la secularización de ambas sociedades.

Sin los trabajadores mexicanos, legales o indocumentados, la economía de Estados Unidos sufriría un daño irreversible y para imaginarlo basta recordar “Un día sin mexicanos” (2004), la película de Sergio Arau, que presenta esa ucronía, misma que el demagogo Donald Trump acaso no ignora. Su famoso muro y sus prometidas expulsiones masivas arruinarían (sí no lo sabe él ya se lo habrán dicho sus asesores, si los tiene) a esos agricultores que pretende defender del “enemigo mexicano”.

Por desgracia, la peligrosidad de Trump, ungido ya candidato republicano a la Presidencia, radica en que es un animal político capaz de llevar a la ruina a su propio país con tal de hacer cumplir sus profecías. Alucinaciones, triste paradoja, lanzadas con saña contra una minoría étnica, la mexicana, con índices criminales muy bajos, compuesta por trabajadores en general intachables que han recuperado con su mano de obra algo de lo que los políticos y generales del Santannato perdieron, impotentes, en el siglo XIX. Peor aún, se les quiere culpar a ellos del trasiego de drogas a Estados Unidos, consumidor que Bush II convirtió en Jauja para los narcotraficantes mexicanos, levantando la prohibición de la venta de armas de asalto hace más de diez años.

Espero que nuestro gobierno, al menos, esté valorando cual política nos conviene más: dejar en el abandono a los mexicanos de allá para que se rasquen con sus propias uñas o diseñar una política de Estado frente a Trump, pues de ganar la Presidencia, posibilidad bien plausible si logra el voto de los millones de ciudadanos blancos que habitualmente no votan, la nixoniana “mayoría silenciosa”, a los buenos vecinos nos esperan años muy amargos.

Tomado de El Universal.