Don Agustín de la Escandón, el caballero del Sol Azteca

En algún lugar del DF, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que vivía un caballero izquierdista, de los de libro en mano, utopías antiguas, partido flaco y verbo corredor.

Agustín Basave, que así se llamaba nuestro caballero izquierdista, solía llegar a sus nuevas oficinas temprano en la mañana. Y una de esas mañanas, de las primeras que pasaba ahí, Agustín leía un periódico y leía el otro, y no ganaba más que disgustos. Era cierto: había amigos que celebraban su llegada, pero otros, los más, los malquerientes, no lo bajaban de expriísta y, en el colmo de la infamia, había quien lo había llamado un Maximiliano, como si…

Él, por supuesto, no se veía como un Maximiliano, ni mucho menos. No llegaba a usurpar a nadie ni impuesto por un grupo. O bueno… Pero no como tal. Aquello fue política, no imposición. O eso le gustaba creer.

Vio un par de notas más y, harto de la grilla politiquera, Agustín dejó pausadamente los periódicos en el escritorio y se acercó a un librero viejo del fondo. Tomó el único libro que ahí se hallaba, uno grueso y con pasta de piel o algo parecido. Imaginaba que Navarrete lo había dejado ahí. Lo ojeó al momento y, por las letras que alcanzó, supo que se trataba de El Quijote; hacía años que lo había leído por última vez y recordaba apenas un episodio de aquí y otro de allá, que, además, se le desmadejaban y enredaban unos con los otros.

Sin saber por qué, Agustín se sintió feliz por el hallazgo. Volvió a abrir el libro, ahora con más calma, y en las primeras páginas encontró un grabado del caballero manchego. Cuerpo completo, con esos miembros flacos y la expresión triste y, sin embargo, esperanzada que se le escurría por la cara. Lo miró y lo miró, y en un parpadeo ya no veía al Quijote: se veía a sí mismo metido en esa armadura vieja y oxidada que fue la compañía de tantas aventuras. Agustín se sonrió. Le quedaba bien el atuendo de caballero andante y, pensarse así, le parecía algo más acertado que aquello de Maximiliano.

Agustín se mantuvo de pie, preguntándose cuál podría ser su nombre para llegar al oficio. “Don Agustín” no sonaba mal. Se parecía ligeramente a “Don Palmerín” o “Don Belianís”, olvidados colegas suyos. Le gustaba ser Don Agustín. Y, para completarlo, debía agregar su lugar de origen o procedencia. ¿Don Agustín de la Escandón? No estaba mal y, como remate, se haría llamar el Caballero del Sol Azteca. El PRD sería su dama y por ella habría de desfacer agravios y enderezar entuertos sufridos por la izquierda y por todos los mexicanos.

Cada nueva aventura del Caballero del Sol Azteca sería dedicada a esa que, a sus ojos, era una bella dama. La fama de su hermosura correría a la par del viento y sólo podrían seguirla –que no alcanzarla– las hazañas del enamorado caballero.

Don Agustín devolvió el libro a su lugar y buscó un espejo. No se veía en el traje azul en el que había llegado; tampoco estaba la corbata amarillo perredé que con dolor se había hecho nudo. No, se veía en su armadura herrumbrosa y listo para acometer las mayores empresas que la izquierda mexicana haya visto. Al final, las que vendrían no eran sus primeras aventuras. Las había tenido, y numerosas, con todo tipo de resultados. Derrotas y victorias por igual.

Recordaba el sueño colosista, su paso por el grupo San Ángel, la efímera fundación de su corriente en el PRI; luego, la renuncia y el exilio en Irlanda, y, a su vuelta, la batalla lopezobradorista del 2006.

Y ahora volvía otra vez. Y ahora vuelto caballero. Y ahora listo para recuperar no la vieja orden de la caballería andante, sino a la izquierda perdida en los años –escasos pero tantos– de poder y pragmatismo; y de corruptelas y traiciones. La suya, como la de don Quijote, se veía como una lucha perdida. ¿De verdad existió esa izquierda que buscaba recuperar?, ¿estaría dando la batalla contra molinos de vientos?, ¿estaría liberando galeotes y a otro tipo de rufianes que se hacían pasar por inocentes y menesterosos?, ¿no le estarían dando mentiras por verdades como hicieron los duques con el de la triste figura?, ¿existía esa Dulcinea que veía en el PRD?

No lo sabía, pero él intentaba verla.

Y en esas estaba don Agustín de la Escandón cuando, de la nada, le vino a la memoria el triste final del Caballero de la Mancha. Volvió a mirarse.  ¿Qué veía entonces?, ¿se veía eligiendo un nuevo nombre, ahora de pastor?

RV


Este texto es una ficción de la ficción.  Todo parecido con la realidad…