Civilización o nihilismo

André Glucksmann murió el lunes previo a los ataques parisinos. Dedicó buena parte de su vida a luchar contra esas abominaciones. No dudó en definir la cuestión de nuestro tiempo como la guerra entre la civilización y el nihilismo. Leerlo tras la matanza reciente adquiere otro sentido. En Occidente contra occidente (Taurus, 2004) describió al enemigo como un adversario disperso y amorfo pero no menos terrible que las peores tiranías del siglo XX. “Hitler ha muerto, Stalin está enterrado, pero proliferan los exterminadores.

Radical en el 68, brevemente maoista, se convirtió pronto a la causa antitotalitaria. No dudó en renegar de sus convicciones previas y aliarse a los monstruos de su juventud. Votó por Sarkozy, apoyó la invasión de Irak. Si fue un traidor lo fue con orgullo. Es cierto: no dudó en romper sus apegos para defender a los balseros de Vietnam, a los chechenos, a los gitanos, a los musulmanes que son las primeras víctimas del fanatismo. Traidor porque nunca aceptó el compromiso con la idea previa como excusa para ignorar la realidad. Intelectual es quien acepta la soberanía de la reflexión sobre los chantajes de la lealtad. Oficio de soledad. Desde 1975 había roto con el marxismo con un ensayo al que tituló La cocinera y el devorador de hombres. Cualquiera (hasta una cocinera) gobernaría bien si siguiera los principios del comunismo, llegó a decir Lenin sin mucha aprecio por los cocineros. Los platillos que salen de esa estufa, respondería Glucksmann, son intragables. Fiel a su recetario, el chef prepara trocitos de carne humana.

¿Cómo debe traducirse a Sófocles cuando lamenta la condición humana? “¡Cuántos espantos! ¡Nada es más terrorífico que el hombre! Mientras Lacan cambia “terrorífico por “formidable, Hölderlin elige “monstruoso. Glucksmann quizá diría “estúpido. Nada tan estúpido como el hombre. A la estupidez dedicó un ensayo donde afirma que el hombre es el único animal capaz de convertirse en imbécil. Vio en la estupidez el principio creativo de la nueva política. No era una simple ausencia de juicio, sino una ausencia decidida, orgullosa, conquistadora. Una estupidez arrogante. Gracias a ella, nuestra cultura se empeña en cegarse. Cerrar los ojos voluntariamente, desear el olvido, negar lo evidente. En Jacques Maritain encontró la palabra pertinente: excogitar. Se refería al anhelo disciplinado y tenaz de arrancarnos los ojos. Decidir no pensar, no ver. Apostar por la ignorancia. Todos somos más o menos miopes, pero hace falta esfuerzo y tribu para cancelar el deber de confrontar lo evidente. A eso invitaba Glucksmann, el pesimista.

No fue un pacifista. “Quien se niega a emprender una guerra que no puede evitar, la pierde. Había que encarar el conflicto y reconocer el peligro. El crimen en Alemania fue ser judío. El crimen hoy es estar vivo. Los fanáticos creen que todo les está permitido y deciden permitírselo: volar un rascacielos, explotar un avión, destruir ciudades milenarias, masacrar a quien sea. Los nihilistas encuentran sentido solamente en la destrucción, en la muerte, en el exterminio. Citaba una terrible línea de Nietzsche: “Mejor querer la nada que no querer nada.

Glucksmann vio su vida como la prolongación de un berrinche infantil. Al finalizar la guerra, el niño judío se resistió, gritos y pataletas, a unirse al festejo. Sabía desde entonces que el baile proponía el olvido. A no olvidar, a temer, a hacer frente, se dedicó desde esa rabieta.

Tomado de Reforma