¿Censuras buenas? ¿Censuras malas?

Por Elvira Liceaga

Ignorar es un palabra interesante”, dice J.M. Coetzee como parte del discurso sobre la censura que dio la semana pasado en la Universidad Iberoamericana: “Ignorar en español tiene dos significados: el primero es no saber, el segundo es saber y pretender que no lo sabes. En inglés, to ignore, no tiene la posibilidad de la inconsciencia. La prerrogativa de ignorar en inglés es la voluntad de hacerlo, al contrario de ignorar en español por posible desconocimiento: “si ignoras a alguien es porque sabes que esa persona está ahí y te comportas como si no estuviera.”

Para Coetzee ha sido intolerable la experiencia de escribir sin conseguir ignorar al censor y tener que leer dos veces cada página: “primero a través mis propios ojos y luego a través de los ojos del censor”.

Es el Coloquio Filosofía y Crítica Social en la obra de John Maxwell Coetzee en el que el Nobel relata cómo los escritores sudafricanos publicaban en Londres durante el apartheid. Los manuscritos se enviaban desde Sudáfrica a Inglaterra, ahí se publicaban, se exportaban a Sudáfrica, y nada más aterrizar eran entregados a la dirección de publicaciones para someterlos al escrutinio de un comité de censura, cuyo objetivo moral era “garantizar que la nación, la nación blanca principalmente, no se infectara por la decadencia moral de Occidente”, además del objetivo político: evadir la propaganda comunista.

A un ritmo especialmente pausado, como su narrativa, de frases precisas y transparentes, en un tono de voz baja, tranquila, nos comienza a explicar su interés por la censura: “la censura era el antecedente contra el cual operaban todos los artistas en Sudáfrica”. Nos recuerda aquellas palabras de su ensayo “Salir de la Censura”, incluído en su libro Contra la censura, Ensayos sobre la pasión por silenciar: “Trabajar bajo censura es como la intimidad con alguien que no te quiere, con quien no quieres ninguna intimidad pero que insiste en imponer su presencia. El censor es un lector entrometido, un lector que entra por la fuerza en la intimidad de la transacción de la escritura, obliga a irse a la figura del lector amado o cortejado y lee tus palabras con aprobación y actitud de censura.”

Nadie está exento de las figuras interiorizadas del censor. ¿Cómo digerimos esto nosotros, el público, los lectores de Coetzee?, ¿somos capaces de detectar cuándo estamos censurando al otro?, ¿cuándo estamos autocensurándonos? ¿qué formas institucionales y sociales de la censura malean nuestros pensamientos y acciones?

Años después de las elecciones democráticas en Sudáfrica en 1994, le ofrecieron a Coetzee leer los reportes que los censores escribieron sobre En medio de ninguna parte, Esperando a los bárbaros yVida y época de Michael K, en su momento de publicación. Los censores describieron las novelas de Coetzee como libros complejos, ensayos filosóficos, ficciones intelectuales, y las diagnosticaron aceptables: no representaban peligro alguno para la sociedad, pues no serían disfrutadas más que por lectores muy sofisticados, o bien, una minoría de lectores generales. ¿Realmente ellos creían en la distinción entre lectores expertos y lectores comunes? Se pregunta el premio Nobel, ante un auditorio en los confines de la Ciudad de México. “A mis ojos la distinción no vale la pena: todos tenemos pasiones y nuestras pasiones siempre están abiertas para ser corrompidas.”

Para sorpresa de Coetzee, los censores, que “se veían así mismos no solamente como guardianes de los principios morales y la seguridad del país, también como guardianes de la república de las letras” eran de hecho personas conocidas, colegas profesores y escritores que secretamente juzgaban sus ficciones por un ingreso adicional, que a su manera protegían la literatura de los políticos, porque de no hacerlo ellos lo haría un burócrata, “incapaz de diferenciar entre la literatura seria y la basura literaria”, a quien tal vez no querrían delegar la labor de entrometerse con la literatura nacional.

Lo escuchamos tal como leemos sus novelas, descolocados. Queremos hacer del censor un enemigo, pero el escritor que habla frente a nosotros, como siempre, desarma nuestro insignificante sistema de valores. Nos dice que los censores han dicho eso más bien para apoyarlo. Ahora, entonces, queremos celebrar a los literatos que además de escribir y enseñar, calificaron de deseables o indeseables las obras de sus contemporáneos en aquella Sudáfrica de la segregación racial. Pero tampoco se trata de héroes o villanos. Nos creemos lo suficientemente perceptivos para apreciar los matices del comportamiento humano hasta que Coetzee nos demuestra lo contrario. Se trata de pensar qué implica censurar. Se trata de comprender de qué manera íntima la censura afecta el proceso creativo.

El espíritu de la censura sigue aquí, en todo el mundo a través de diferentes formas, está “arraigado en nosotros, pero los objetivos han cambiado”.  Al margen de la conferencia, tengo la oportunidad de hacerle algunas preguntas a Coetzee: respecto a la la relación psicológica entre la censura y la escritura, ¿encontramos en nuestros días consecuencias de antiguos sistemas de censura? ¿La censura todavía moldea la literatura? Responde: “Uno podría imaginarse que los estados de censura pertenecen al pasado. Pero si uno echa un vistazo a la legislación antiterrorista en Australia (y también en el Reino Unido), encuentra sanciones draconianas prescritas para publicaciones que “glorifican el terrorismo” (usando el término de la ley). Puedo imaginarme que tal legislación constituiría un serio obstáculo para un escritor que quiere explorar con seriedad la mente terrorista.”

Y esto importa a Coetzee porque él es, en esencia, un escritor que representa la naturaleza humana. E invariablemente la ridiculiza. Porque sus historias son brutales, encarnan problemas morales de sexo, raza, política, dinámicas sociales de abusos e historias de origen que sobre todo cuestionan, y, muy importante, sin una voz autoritaria que guíe los juicios del lector.Porque los personajes y los lenguajes periféricos, con frecuencia marginales, piensan, hablan y actúan en su narraciones. Porque sus novelas están repletas de dilemas éticos, de lo aparentemente incorrecto, nos muestran una forma en la que los problemas filosóficos cobran vida, se materializan en la ficción y así el quehacer filosófico excede la mera argumentación, ocupando el terreno de lo concreto y de las emociones.

Coetzee nos recuerda que no escapamos de la censura cuando hacemos lo que hacemos, cuando escribimos, cuando reportamos, cuando fotografiamos o pintamos.

Y esto es importante por obvias razones: porque en México la maquinaria censora opera directa e indirectamente de maneras que debemos pensar y repensar. Porque más allá de nuestras mentes autocensuradas, hay incontables estrategias de control, despido y asesinato de periodistas, por ejemplo. ¿No es una censura el machismo en todas las industrias? Y, como abogado del diablo, un rol que Coetzee domina, ¿qué hay de la urgencia por censurar los narcocorridos porque parecen una apología a la violencia? ¿A quién protege realmente la censura? ¿A quién subestima? ¿Qué efectos secundarios tiene? ¿Qué supone la censura para quien mira un video violento o lee una novela donde hay racismo? ¿Hay censuras buenas? ¿Hay censuras malas?